CULPA

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MARIO

Rosana me besó el brazo, casi cerca del hombro cuando avanzamos a la sala, asentí para que mi padre ocupara uno de los sillones individuales y yo, tan cobarde como me sentía aferré a mi chica en el sofá junto a mí, rodeé su cintura con mi brazo solo por el placer de sentir el calor de su cuerpo reconfortante.

No quería ver a mi padre, me sentía avergonzado, había algo en su rostro que no podía descifrar y la sola idea de lo que fuese a decirme me calentaba la sangre.

El suave tacto de Rosita sobre mi muslo hizo que bajara la vista, su pequeña mano apoyada allí, como un signo de apoyo hizo que de pronto el aire pudiese entrar a mis pulmones.

— Creo que yo debería dejarlos a solas, podría ir por allí — dijo, señalando mi estudio improvisado en el cuarto que debería ser para invitados, le supliqué con la mirada, hubo un momento, donde estuvimos a solas, cuando ella me miró a los ojos y me transmitió tanto que pude haberme quedado así para siempre, ignorando cualquier cosa a nuestro alrededor — estaré aquí si me necesitas, pero ahora esto es entre ustedes.

Ella estaba en lo correcto, pero no quería que se alejara, su beso sobre mi mejilla me calentó la piel.

— Por favor — me dijo, así que la solté.

Solo porque tenía miedo que cualquier arrebato por mi parte terminaría hiriéndola. Ella se levantó lentamente, con un último apretón a mi mano.

Ella saludó a mi padre por ultima vez antes de perderse en el camino hacia el estudio. Enrique Vega, con traje y elegante sentado en uno de mis sillones, si mi padre supiera la vida que habían visto todos estos muebles quizás saldría corriendo.

Hubo una época en la que la música que escucho hoy en día me la había mostrado él, grupos como Van Halen o Def Lepard habían sido nuestra escapatoria para los días lluviosos encerrados en la habitación, solo escuchando música, intentando aprender a tocar guitarra y fracasando en el intento.

Hubo una época, cuando Enrique Vega era solo un padre amoroso y no un Senador reacio.

Apreté la mandíbula mirando a un punto fijo.

—¿A qué has venido? —fue lo primero que dije, supuse que él necesitaba un empujón para decir lo que tenía que decir y luego irse.

Pero la mirada de mi padre no estaba puesta en mí, sino en las pinturas que yo había colgado en las blancas e insípidas paredes que hacían resaltar todo alrededor, recorrió mi estantería, llena de calaveras de cerámica, libros, y discos.

Hubo tanta tensión en mi cuerpo por el escrutinio de mi padre, que tensé las piernas, listo para levantarme y hacerlo salir por la puerta si era necesario.

—Tienes los gustos de tu madre para la decoración —fruncí el ceño, de todo lo que esperaba, definitivamente esa no era una de las opciones —a ella siempre le pareció elegante la forma en la que el blanco podría hacer resaltar todo en una habitación, decía que daba luz y vida, y colgaba cualquier cosa que pensara que fuese arte en las paredes, y no importaba si era una horrenda pintura de frutas enmarcada en un cuadro pintado de color oro —Enrique suspiró negando —Perdón, debo decir que el gusto de tu madre era pésimo, pero el tuyo, esto, lo que tienes aquí —mi padre se encogió de hombros —¿Son todas tuyas?

Yo asentí mirándolo fijamente, aunque estaba sentado tan recto que pensé le dolería la espalda cuando se levantase, había cierta familiaridad de él, esa familiaridad que yo había olvidado con el paso de los años.

—Odio el blanco de las paredes, siempre me dio dolor de cabeza despertar por las mañanas con los rayos del sol rebotando gracias al color, pero a ella le encantaba, le llenaba de vida —confesó.

El chico de al lado.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora