🐎 𝗜 Franco Reyes y Sara Elizondo disfrutan de sus primeros meses de matrimonio y están más felices que nunca. Todo parece ir muy bien hasta que la inesperada llegada de una nueva familia terrateniente a San Marcos empieza a sembrar dudas en la may...
Oops! This image does not follow our content guidelines. To continue publishing, please remove it or upload a different image.
—Acompáñeme, por favor. Usted también, Panchita.
El corazón de Rosario Montes dio un vuelco en cuanto Ernesto Quevedo la tomó de la mano y comenzó a conducirla con la idea de presentarle a sus dos hermanos. Su amiga había tenido toda la razón cuando le dijo que no habría lugar para dos cantantes de bar como ellas en esa fiesta presuntuosa. Podía decirlo por las miradas que le daban al pasar: desprecio por parte de la mayoría de las mujeres, mientras que los ojos de algunos hombres destilaban lujuria.
Nada a lo que no estuviera acostumbrada gracias a su experiencia como integrante del club San Marcos para hacendados de sangre azul. Sin embargo, no estaba preparada para enfrentar la antipatía de los organizadores de la fiesta. Sofía Quevedo se cruzó de brazos y no tuvo reparos en desestimarla con la mirada, como si Rosario no fuera más que un envoltorio de basura ambulante que no podía creer que hubiera tenido la osadía de presentarse ante ella. Pablo Quevedo se comportó con más modestia, pero era evidente que tampoco estaba contento con su presencia.
Al diablo con esos dos, pensó Rosario. Si ella y Panchita habían decidido asistir, fue por invitación de Ernesto, el único cuya opinión realmente debería importarles. Y más allá de su opinión, su bolsillo. Sobre todo cuando la prioridad en ese momento era salvar el Alcalá y no preocuparse por caer en el favor de dos estirados.
Los Quevedo no fueron los únicos que se sorprendieron al verla. El clan Reyes-Elizondo tampoco se molestó en ocultar su malestar, al igual que Rosario no dudó en sonreírles y desearles buenas noches. Tenía que demostrar que estaba por encima de los rencores del pasado, a pesar de que la aversión la estaba carcomiendo por dentro.
—Buenas noches, Rosario—Sarita, como siempre, fue la primera en mostrar clase y buenos modales—. ¿Cómo le va?
—Muy bien. ¿Y a usted?
—Bien.
Ernesto miró a las dos mujeres con una mezcla de asombro y desconcierto.
— ¿Se conocen?
Vaya si se conocían.
Dejando escapar un profundo suspiro, Franco abrazó a Sara por detrás y la besó en la mejilla con ternura. Rosario se preguntó si lo hacía para molestarla o porque amaba tanto a su esposa que no podía pasar más de un minuto sin sus manos lejos de ella. Seguramente ambos.
—Es un pueblo pequeño—respondió el más joven de los Reyes—. Casi todos nos conocemos.
—Algunos más que otros, ¿no, Franco?
Él frunció los labios como cada vez que algo le incordiaba.
—Lamentablemente sí.
Su frialdad no le era indiferente. Rosario había aprendido a tratar con ella desde el día que pisó la puerta de la iglesia con Armando de la mano. Podía verlo en sus ojos: a Franco ya no le importaba, pero todavía le guardaba rencor. ¿Tan rápido había olvidado la bala que recibió por su culpa?