Capítulo 19

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Nuestro día se enreda entre los árboles del «Jardín del Recuerdo». Sam está lamiendo su helado de vainilla sin ser consciente de que tiene las comisuras manchadas. Mi cerebro, por alguna razón que desconozco, encuentra divertida la idea de empeorar su aspecto y, antes de que pueda oponerme, ordena a mis músculos que se pongan en funcionamiento.

Con un rápido movimiento estampo mi helado de fresa en la cara del chico. Al principio está serio y me hace temer que no le haya parecido una broma de buen gusto. Sin embargo, tan solo es fruto del carácter inesperado de mi gesto. Una sonrisa nace en sus comisuras manchadas y se expande hasta dejar ver sus dientes.

Tiene la nariz y las mejillas teñidas de rosa.

Pasa su brazo por delante de mi cuello y con una leve presión acerca mi espalda a su pecho hasta que quedan juntos. Ladeo la cabeza y aprovecha mi bajada de guardia para restregar su mejilla sucia contra la mía. No conforme con ello, decide regalarme besos por toda la cara, tiznando mi piel de helado de vainilla.

Las carcajadas resuenan.

—¿Por qué me has traído a este parque?

—Este parque fue fundado gracias al recuerdo. Yo quiero dejar aquí una de mis memorias para, cuando vuelva el día de mañana, pueda evocar ese momento, esa persona y aquella historia.

—Puede que el día de mañana no despierte el mismo sentimiento al hacer memoria.

—Es imposible olvidar lo que una persona te hizo sentir. Así, si el día el destino me trae nuevamente aquí, podré recuperar ese sentimiento, sentirlo otra vez en mis carnes.

—¿Qué recuerdo será?

Esboza una sonrisa pirata y eso me da una ligera pista: sus intenciones no son buenas y, posiblemente, estén alejadas de la legalidad.

Sam me pide un momento. Emprende una marcha, trotando, hacia su moto— que ha dejado aparcada fuera del parque— y vuelve unos segundos más tarde con un kit bajo su brazo. Viene hacia mí y toma mi mano. No opongo resistencia. Dejo que me arrastre hacia su macabro plan.

El parque está prácticamente a oscuras. Los visitantes vuelven a casa. La soledad se convierte en nuestro aliado. Sam revela, por primera vez, qué lleva consigo. Son espráis de colores que agita enérgicamente con una de sus manos junto al muro que conmemora a los fallecidos que dieron su vida a causa de la libertad irlandesa.

Se vale de un pequeño banquillo plegable para llegar a la altura que desea del muro y con un espray negro hace los trazos necesarios para crear las palabras exactas. Hace las letras con trazo redondeado y se encarga de rellenarlas con colores más llamativos, como el morado y el azul, creando una combinación muy bonita.

Lame su labio inferior para tratar de mantener la mano alzada sin temblores. Tiene solo ojos para el muro que está pintando y eso hace que se vea muy sexy. Da un salto hacia atrás cuando termina y me mira con una sonrisa, ubicándose a mi lado, a una distancia de varios pasos de su obra de arte callejero.

«Te quiero, Celest» es lo que alcanzo a leer en el muro.

—¡Vándalo! —grita un hombre anciano, agitando su bastón hacia nosotros—. ¡Te vas a enterar cuando llegue la policía!

Sam me coge la mano y echamos a correr.

Las sirenas suenan y las luces se proyectan en los árboles. Estamos rodeados. Sam piensa rápido una forma de irnos de rositas. Sus ojos se iluminan cuando encuentran el escondite perfecto. Me lleva detrás del tronco de un árbol y une sus manos para que suba sobre ellas y trepe hasta la rama más alta.

Celest Saywell y los 80: Cartas a Celestina (PGP2023)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora