Capítulo 8

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En un abrir y cerrar de ojos me cambio de ropa, me aseguro de dejar oculto el pijama en el armario y bajo descalza para no hacer ruido. Papá está en el salón con la puerta abierta, acostado en el sofá, con sus gafas sobre su regazo. Voy hacia allí y le doy un beso en la frente.

Abre un ojo y me ve vestida. Vuelve a sellarlo y se mantiene inmóvil boca arriba en el sofá.

—Yo no he visto nada—susurra a un tono en que pueda oírle—. Ten cuidado y, si pasa lo que sea, no dudes en llamarme. Y, sobre todo, diviértete.

Le lanzo un beso desde la distancia.

Salgo por la puerta y cierro con suavidad. Un coche se detiene al otro lado de la carretera que no me cuesta reconocer. Voy hacia allí dando saltitos de alegría, con una sonrisa surcando mis labios, dando una vuelta junto a la ventana para que pueda apreciar mi atuendo.

—Estás preciosa.

—Tú tampoco estás nada mal—respondo, recorriéndole de arriba abajo. Lleva una camisa blanca y un pantalón vaquero gris. Desprende un delicioso olor a colonia que me mantiene en una nube.

—¿Todo bien? Estás un poco seria.

—Mi madre me ha dada una buena reprimenda por saltarme las normas.

—Y, sin embargo, estás aquí.

—Estoy rompiendo todas las normas, pero me hace sentir muy bien.

—Pues a mí me encanta que estés aquí conmigo.

Agarra mi mano y sonríe. Sigue mirando hacia el frente, pero con sus ojos brillando con gran intensidad y con la felicidad plasmada en cada poro de su rostro. Siento un pinchazo en el pecho ante el apretón de su mano sobre la mía y el estómago me da una sacudida.

Pone algo de música y empieza a cantar. Y, como si se tratase de un juego, nos repartimos las estrofas de la canción que debe entonar cada uno. Y, aunque la memoria falla y olvidamos algunas partes, intentamos rellenarlas inventándonos la letra, haciéndonos reír mucho el uno al otro.

Muevo mis brazos de forma divertida, marcándome un baile que no pasa desapercibido por él, que se anima a menear exageradamente la cintura mientras conduce. A través de la ventana cantamos a pleno pulmón, asomando la cabeza por fuera, asustando a la gente que camina por la acera y acaparando la atención de los conductores y demás pasajeros a los que hacemos señas mientras simulamos cantar usando nuestra mano como micrófono.

—Creo que deben pensar que estamos completamente locos.

—Y no irían muy desencaminados—confiesa con una gran sonrisa—. Aunque, ya sabes el dicho: «para cada loco, nació su loca y está ahí fuera esperando conocerle y coincidir».

Saco del bolso una crema hidratante para las manos que tengo algo agrietadas por el frío de las mañanas.

Gillian extiende su brazo, rebaña un poco y se lo lleva a la boca. Le miro con los ojos muy abiertos y la boca en forma de "O".

—Sabe un poco raro.

—¿Por qué has hecho eso?

—Quería un poco de cacao.

—Esto no es cacao para los labios, sino crema para las manos.

—Ya decía yo que no recordaba ese sabor.

Rompo a reír a carcajadas y él también lo hace. Me mira con los ojos llenos de felicidad y sus hoyuelos haciéndose más y más perceptibles. Más guapo, si cabe. Pestañea una sola vez y a mí se me antoja una eternidad ese pequeño intervalo que estoy sin poder ver sus increíbles ojos verdes.

Celest Saywell y los 80: Cartas a Celestina (PGP2023)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora