Capítulo Diecisiete

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Desde hace rato va callada con la vista clavada en el paisaje que se desliza al otro lado de la ventanilla. Sé que contiene las ganas de volver a preguntar si queda mucho para llegar. Me preocupa el trecho que separa el lugar donde puedo dejar el coche hasta la cabaña, pues es largo y ella aún se fatiga con facilidad. De hecho Colen nos ha regalado una mirada de desaprobación cuando le hemos comentado los planes para hoy. Sin embargo, Priscila ha hecho oídos sordos, como siempre que le dices algo que no le convence o interfiere con sus ideas. Termino de aceptar que necesito una moto.

Al bajar le pongo sobre los hombros un largo abrigo que ella no duda en recibir. Ruego en mi fuero interno que traerla hasta aquí no sea una pésima idea. Al sobrepasar la mitad del camino la escucho respirar con agitación, me detengo delante de ella flexionando las piernas para que se suba a mi espalda.

—¿Qué haces?

—¿Tú qué crees? Anda, sube. —Suelta una risita y hace el amago de reanudar la marcha. La agarro de la muñeca y retomo la posición—. Te he llevado a cuestas mil veces.

—Sí, cuando yo tenía siete años y tú dieciséis. —La miro por encima del hombro, entrecerrando los ojos.

—¿Me estás llamando viejo?

—Para nada, pero los dos hemos cambiado.

—Exacto, ahora yo tengo más cuerpo. Sube.

Chasquea la lengua, fastidiada. Se impulsa agarrada a mis hombros y la sujeto sin problemas en la espalda. Salto un poco para comprobar su peso y no se me pasa el hecho de que ha perdido peso en estos veinte días.

—Pesas menos que cuando tenías siete años.

—Gracias —replica con ironía—. ¿Qué va a pensar la sanadora si nos ve presentarnos así?

—Ya le he dicho que eres una floja. —Me da un capirote en la mejilla que me hace reír e indigna más a Priscila.

Empiezo a estar cansado, pero no lo admitiré jamás en su presencia. Uso como excusa, a medias, que el sendero es tan desnivelado que tendrá que ir a pie. Esta media hora de ejercicio ha sido como volver al ejército. Al menos ahora su respiración suena a un ritmo normal y eso ayuda a que recupere la mía. Priscila se frena al vislumbrar la cabaña y entiendo a la perfección su reacción. La sobrepaso por un costado para ganar la puerta, llamando con suavidad.

India asoma ligeramente la cabeza por el resquicio, una sonrisa se forma en su boca y acaba abriendo por completo. El olor a masa horneada se expande como una brisa invisible hacia la salida en una sensación agradable, pero es su sonrisa lo más embriagador del conjunto.

—Adelante.

Priscila recorre los pasos que la separan de nosotros provocando que los ojos de India se dirijan en su dirección. Leo en su rostro que la identifica sin problemas. Priscila alarga la mano mientras esboza una sonrisa entre amable y curiosa. India la estrecha con firmeza estudiando a la vez su atuendo. Quizá no esperaba verla ataviada con unos pantalones de cuero marrón con unas botas altas que no dejan distinguir donde empiezan unas y acaban los otros, un grueso jersey gris y el abrigo que cuelga de sus hombros.

—Bienvenida, señorita Silva.

—Nada de señorita, soy Priscila. —Ambas intercambian una modesta carcajada al tiempo que India se hace a un lado para cederle el paso—. Tiene una casa encantadora, sanadora Bienal.

Dice justo en el instante en que India y yo nos miramos para compartir un saludo. Noto cierta prudencia y timidez en su cara y temo que esa complicidad que llegamos a tener se haya desvanecido.

—Gracias. Por favor, tomen asiento.

Espero a que haya terminado con las plantas y las añada al caldero. Cuando se queda con las manos vacías parece un poco incómoda y el recuerdo de los últimos días es como un espejismo o el producto de mi imaginación.

La magia que busca el coronelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora