Capítulo Ocho

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La mesa, como casi todo esta noche, está colocada al gusto de Priscila. Frente a cada silla hay un trozo de papel con una elegante letra que nos indica donde debemos sentarnos. Yo presido un extremo de la mesa y el señor De Hoz el opuesto. A mi derecha se encuentra Priscila y a mi izquierda, ni siquiera sé por qué, Amanda.

El ambiente es amistoso, risas de unos y comentarios de otros llenan la estancia. De vez en cuando echo un vistazo hacia Nuria, sentada al lado de su padre, y me doy cuenta de las ganas que tengo de entablar una conversación con ella. Sin embargo, me limito a contestar las preguntas y apreciaciones que hace Amanda sin quitarme la vista de encima.

—¿Sabe, coronel? Nuria es experta en montar caballos algo salvajes —empieza Amanda provocando que su hermana le lance una mirada asesina a través de la mesa. Por una vez agradezco su intervención ya que me da una excusa para llevar la atención hacia la aludida—. Tal vez le gustaría mostrarle los ejemplares de los que dispone en su finca.

—¿Es eso cierto? —Nuria desliza la vista de su hermana hacia mí. Claramente es la más tímida de todas.

—En realidad necesito algo de tiempo para ello. Pero no quiero que se tome al pie de la letra el comentario de mi hermana. No está obligado a nada.

—No me veo en la obligación de nada. Si te gustan los caballos puedes venir cuando quieras a verlos. —Nuria esboza una leve sonrisa y leo las ganas que tiene de aceptar, pero sus modales se lo impiden—. Cuento con cinco actualmente. Me hubiera gustado agrandar el establo, pero me he pasado muchos años fuera.

—¿Ha traído algún ejemplar desde el extranjero? —pregunta emocionada.

—Solo un hannoveriano. Buscaba un caballo dócil para que Priscila aprendiera a montar. Aunque ella estaba interesada en otro tipo de actividades.

—Reconozco que soy más de leer revistas de moda que de aprender a cabalgar —añade Priscila sonriente.

—Estoy totalmente de acuerdo —apunta Amanda tras dar un corto sorbo a su copa.

—Pensaba que montabas. —Su atuendo el día que vino a mi despacho me hizo creer que era una experta jinete.

—Oh, si lo hago, pero en escasas ocasiones. ¿Es un problema para usted que una mujer no sepa montar a caballo?

Me sostiene la mirada con interés y un deje de provocación, como si su pregunta fuera a desarmarme de una manera u otra. También capto entre líneas que si le dijera que es un problema enorme ella cabalgaría a todas horas solo porque yo le ofreciera la aprobación que espera de mi parte.

—Por supuesto que no. Cada uno tiene sus propios pasatiempos.

En ese momento el pequeño Claudio se despierta y estalla en un llanto que hace sentir mal a Duna por la incomodidad de los demás. Se levanta con rapidez seguida de su padre que le pide al niño encantado. Ella se lo cede y vuelve a tomar asiento.

—Lo siento.

—No te preocupes —la reconforta Priscila—. Todavía es muy pequeño. Los niños, lloren o no, son la alegría de una casa.

—Sí, tanto que mi padre ya está preguntando que para cuándo el segundo —responde Duna observando de reojo a su marido.

—Espera que cada una le demos al menos tres nietos —comenta Helena, divertida.

—Hoy día tener tres hijos es demasiado —replica Amanda casi ofendida. Priscila está muy equivocada si piensa que en algún momento pudiera estar con ella. Siempre he querido ser padre de una familia numerosa. Pero la vida se encargó de quitarme esa posibilidad.

La magia que busca el coronelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora