Capítulo Nueve

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Siempre se me ha dado bastante mal eso de estar un largo periodo de tiempo sin hacer nada. Cuando pedí el permiso en el trabajo solo pensaba en cuidar a Priscila, en desconectar y en estar tranquilo durante unos días. Pero ahora que cuento con dicho tiempo me doy cuenta de que no es la mejor idea ya que mi mente es la mejor arma de la que dispongo contra mí mismo. No hago más que terminar de desayunar y la mañana se me empieza a hacer eterna, tanto que me monto en Negro y salgo rumbo a Lagos Verdes.

El camino, a un trote lento y sin nervios, actúa como un relajante en mi cuerpo. Incluso al entrar en el bosque el aire se vuelve más puro y agradezco tener que hacer una salida para no quedarme en la finca hasta después de la comida. Dejo a Negro atado en la rama que uso desde la primera visita, mientras se lanza con avidez a por un helecho a unos centímetros de él, y atravieso sin prisa el largo sendero. Examino el reloj antes de llamar a la puerta: la una menos veinte.

Al cabo de unos minutos sin obtener respuesta comienzo a recriminarme el hecho de haber venido antes de tiempo, a pesar de que jamás acordamos una hora exacta para recoger los brebajes. Me asomo por la ventana que queda a la izquierda con la esperanza de vislumbrar su silueta al otro lado en vano.

—¡Sanadora Bienal!

Un pájaro que yacía en el tejado picoteando una hoja sin ser visto alza el vuelo ante mi voz. Entonces caigo en que tal vez esté en la parte trasera de la cabaña. Esta es estrecha, pero profunda. En ciertos puntos la enredadera no es tan densa y permite ver unas tablas de madera clara entre sus hojas. Al rodearla contemplo un pozo de piedra gris carcomida por el paso del tiempo situado en un espacio libre de árboles. En torno al muro de piedra hay varios tipos de plantas y flores sin un orden evidente, es un huerto salvaje y natural. Doy un paso más admirando la vieja estructura, la polea fija y el gastado cubo de metal que descansa en el borde  cuando la veo de espaldas agachada junto a una cesta de mimbre. Ella mira por encima de su hombro hacia mí con una radiante sonrisa.

—Coronel Silva, adelante —dice al tiempo en que se pone en pie y se limpia las manos en el mandil que lleva atado en la cintura.

—Siento molestarla. He llamado, pero es obvio que no se oye nada desde aquí. Quizá debería haber esperado a esta tarde, pero más tarde el viaje se hace demasiado largo —explico con una verdad a medias.

—No se preocupe, es libre de venir cuando quiera. Si no le importa que termine de recoger, algunas de estas plantas las necesito para los brebajes de su hermana.

—Claro que no. Si puedo ayudarla en algo. —Ella vuelve a agacharse hundiendo las manos en la tierra seca levantando una ligera capa de polvo.

—¿Conoce algunas de las plantas que hay? —Echo un vistazo y reconozco algunas de ellas. 

—Solo las más comunes como las amapolas, geranios, rosas, la planta de la citronela y la lavanda. En el resto estoy perdido. —La oigo reír en un tono suave y fino.

—Ya es más de lo que muchos otros consiguen. ¿Puede coger un poco de lavanda? Es buena contra la ansiedad y se pueden hacer infusiones relajantes. —Me dedica una mirada divertida sin un ápice de malicia en ella—. Y unos cuantos tallos de los geranios. Gracias.

Me mantengo ocupado unos pocos minutos recolectando lo que me ha pedido y me sorprendo de lo relajante que es esta actividad. Las dejo con cuidado en la cesta que reposa en el suelo junto a sus pies donde puedo percatarme de las heridas en sus manos.

—¿Está bien? —La maga me observa con el ceño fruncido sin entender mi pregunta, señalo sus manos con la cabeza y vuelve a sonreír mientras niega quitándole importancia.

—No es nada. Son arañazos y sarpullidos causados por las plantas. La ortiga es bastante peleona.

—¿No le perjudicará meter las manos en la tierra tan seca?

La magia que busca el coronelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora