Capítulo Veintiuno

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Rodea mi cintura conforme me ayuda a ponerme en pie sin quitar la palma de la herida que es más dolorosa que grave. Colen continúa tumbado comenzando a calmar los espasmos debido a el calor que ha atravesado su espalda en cuestión de un minuto. India recoge el frasco y huele el contenido con cara de alarma.

—¿Te ha pulverizado esto?

—Un poco, ¿qué es?

—Mandrágora. Ve a lavarte la cara ya mismo —ordena.

—No te voy a dejar sola con este loco.

—Tenemos que avisar a los vecinos para que llamen a la policía. Tienes que lavarte la cara y curarte esa herida. —Desaparece apenas termina de pronunciar la última palabra. Reaparece con una toalla tan larga que es irrisorio verla con ella. La presiona en el cuello e indica que con el otro extremo me limpie los restos de la pulverización—. ¿Estarás bien si me voy unos minutos?

Es la primera vez que veo tal preocupación en los ojos de India. Asiento para infundirle un valor que no necesita. Deja de sostener la toalla al notar mi mano sobre la de ella e intercambiamos un ligero roce entre ambas antes de que le dedique una mirada de desprecio a Colen. Ejecuta un bordeamiento exagerado para no pasar a su lado, lo que provoca que me ría bajo la atenta mirada de Colen.

—Al final no ha necesitado ni las plantas para dejarte fuera de combate. —Él me contempla con cara de pocos amigos mientras se incorpora haciendo una mueca cuando el cuello de la camiseta le roza en la piel afectada. Sé que en cuestión de segundos se le habrá pasado y tendré que estar alerta para darle caza si intenta huir.

No sé con exactitud el tiempo que ha trascurrido desde que se ha marchado, pero me supone cierto alivio verla aproximarse seguida de los habitantes del paraje. Por fin pongo cara a los adultos que viven en las chozas rodeados de árboles y alejados de la ciudad. Detrás de India va el hombre que me llevó en la moto acompañado de una mujer alta y delgada. Unos pasos más atrás reconozco, sin que nadie me lo diga, a la madre de Nicolás. Es una mujer joven, tan rubia como el niño que refleja su viva imagen.

Cuento cinco hombre y siete mujeres. Tres de ellos levantan a Colen sin miramientos tirando de sus brazos y se encaminan hacia la carretera. Otro se acerca extendiendo la mano abierta en mi dirección, con la sonrisa adornando su boca y la curiosidad presente en sus ojos.

—Los niños hablan tanto de usted que es como conocer a una celebridad, señor coronel. —Estrecho su mano sintiendo todas las miradas sobre mí, esperando su turno para examinarme de cerca.

Cada uno me dedica una palabra de expectación y admiración por mi trabajo, pero las mujeres añaden unas de gratitud por el poco dinero que les he hecho llegar. Descubro que India esconde una sonrisa divertida por la escena que tiene lugar frente a su cabaña. Cuando parecen quedarse más convencidos por algunas anécdotas del ejército comienzan a despedirse con la promesa de realizar una fiesta en la choza de mayor tamaño, que resulta ser donde vive la pequeña de cinco niños.

—¿Le han llevado a la ciudad? —pregunto cuando cierra la puerta tras nosotros.

—Sí. Pero se han tomado la molestia de hacerlo por el peor camino. Una manera de darle un escarmiento. —Se encoge de hombros dejando ver que cree que es una tontería por parte de estos.

—Siento que hayamos perdido el desayuno.

—No todo. —Eleva una diminuta bolsa de plástico que parece haber salido de la nada—. Son galletas a lo pobre que hornea la madre de Nicolás.

Y con lo de pobre se refiere a una masa horneada sin frutos secos, pocos huevos, algo de agua y nada de azúcar. De nuevo toma asiento en la piedra de la chimenea donde sostiene una gasa cerca de una de las llamas. Después vierte unas gotas de aloe vera en esta y hace señas para que me siente junto a ella.

La magia que busca el coronelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora