—¿Le han robado el caballo? —repite, incrédula.
—Sí. Es imposible que se haya soltado de su agarre. Tengo poco más de dos horas antes de que anochezca.
Sin decir nada me quita la bolsa de la mano y me insta a que pase con un gesto de la cabeza. Creo que ha percibido lo nervioso e inquieto que estoy, pero necesito saber cómo se encuentra Priscila. Palpo los bolsillos internos de la chaqueta sin dar con el móvil. Lo he dejado olvidado en casa.
—Iré a ver si algunos de los vecinos dispone de un caballo para prestarle, pero en estos tiempos tener uno es tan raro como llevar un vestido victoriano. —Esboza una ligera sonrisa en mi dirección intentando calmar mis nervios con esa pequeña broma, sonrió por su buena intención—. Espere aquí.
Se marcha tras ponerse unas botas y una fina chaqueta. Ni siquiera me siento capacitado para acompañarla ya que puede que resulte más un impedimento para conseguir un medio de transporte que una ayuda. Los habitantes del paraje son gente de bajos recursos, si no pueden contar con un caballo menos tendrán un coche que de nada sirve para desplazarse por el bosque.
Comienzo a desesperarme cuando a través de la ventana el sol inicia su retirada y el cielo no es más que un revoltijo de nubes grises mezclada con los colores propios del atardecer. Al distinguir el chirrido de la cerradura en la robusta puerta, me giro hacia ella deteniendo en seco el paseo en el que me he enfrascado desde hace más de dos horas. La sanadora entra con la respiración errática, como si terminara de completar una maratón. Lleva el pelo recogido en una alta coleta y lo que parecen dos o tres mantas entre su brazo y el pecho. Intercambia una mirada conmigo y niega.
—Nadie tiene un caballo. La buena noticia es que uno de los vecinos tiene una scooter algo vieja con la que le puede llevar más allá de la frontera del bosque.
—¿De verdad? —suspiro aliviado—. Gracias por tan generoso hombre.
La sanadora deposita las mantas en la mesa y deja caer sobre ellas el peso de sus codos. Esa expresión no me da buena espina.
—Le llevará sí, pero por la mañana.
—¿Por la mañana? —pronuncio cada palabra como si fuera una broma. Ella niega con cara de culpabilidad—. ¿Tiene una linterna? Me iré andando.
—¿Está loco? Tardará horas, eso si no se pierde por el bosque. Por eso él no conduce jamás de noche, es peligroso. Su mujer me ha dado estás mantas para que pueda descansar un poco esta noche.
—Debo irme, no descansar. Necesito saber cómo se encuentra mi hermana.
—Ya le he dicho que los efectos le durarán veinticuatro horas y para cuando usted vuelva tomará otra dosis. Ahora por el momento será mejor que se haga a la idea de que dormirá aquí.
—Lo último que deseo es causarle más problemas, señorita Bienal. Le agradezco la preocupación y el detalle, pero la agitación que siento no me dejará dormir.
—Oiga, coronel Silva, si piensa que le dejaré irse tras pasar una pésima noche y un día en que apenas ha comido para aventurarse en un paraje que no conoce para perderse y entonces sí causarme verdaderos problemas va usted listo —advierte sin incorporarse del todo de la diminuta torre de mantas y sin quitar la sonrisa de la cara lo que hace que sonría con ella—. Si lo que le hace falta es algo que le calme los nervios, está en el lugar indicado.
Incorporada por completo me arroja con suavidad las mantas.
—Dormirá arriba en el único cuarto que tengo disponible. Suba, encontrará dos puertas a la izquierda. La suya es la segunda. —Se para en el umbral de la cocina—. Disculpe que no vaya yo, pero prefiero preparar un par de tilas y conservar los brebajes para mañana.
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La magia que busca el coronel
RomanceBremar Silva ha pasado toda su vida renegando de la existencia de la magia, el amor con un final feliz y la suerte de poder tener algún tipo de dicha si no es a base de sufrimiento y lucha. Todo ello dejó de tener valor cuando su prometida enfermó y...