Capítulo LXV: "¡Yo no tengo rey!" (I/II)

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El alba comenzaba a despuntar cuando Lysandro miró a lo lejos las murallas del castillo real

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El alba comenzaba a despuntar cuando Lysandro miró a lo lejos las murallas del castillo real. A su lado viajaban caravanas cargadas de provisiones, mercadería y telas, así como también lo hacían varios campesinos a pie y algunos nobles en lujosos carruajes o montando caballos cubiertos de espléndidas gualdrapas. Nobles que venían a jurarle lealtad al nuevo rey, pensó el escudero.

Más cerca se dio cuenta de que un puesto de vigilancia revisaba a todo aquel que quisiera cruzar las puertas, incluyendo a los aristócratas y sus lujosas carrozas. Aquello representaba un problema potencial.

Rápidamente, Lysandro bajó del caballo, se ensució las manos con tierra y las pasó por su rostro, poniendo especial cuidado en su pómulo derecho, donde tenía el lunar; también arregló su cabello de tal forma que algunos mechones le cubrieran esa parte del rostro. Volvió a montar y se cerró bien la capa, no quería que quedara al descubierto la camisa manchada de sangre. Azuzó al caballo hasta colocarse detrás de una de las caravanas con provisiones.

La fila fue deteniendo el paso hasta que se detuvo frente a las puertas. Podía escuchar el rumor de voces viniendo desde adelante, el corazón del joven comenzó a latir con fuerza. ¿Sería posible que Viggo aguardara que él fuera en su búsqueda? ¿Que los soldados estuvieran esperándolo?

Desde adelante de la fila se acercaba un soldado a caballo.

«No», volvió a reflexionar Lysandro, «Viggo no esperará que yo me presente solo, lo lógico sería un asalto de varios hombres, una batalla con un ejército en toda ley». Con eso en mente, el escudero trató de relajarse.

—¿Venís con ellos? —le preguntó el soldado cuando llegó junto a él, señalando la caravana adelante.

Asintió con fuerza, abrió la boca, se señaló la garganta y negó varias veces.

—¿Sois mudo? —preguntó de nuevo el soldado. El joven volvió a asentir—. ¿Qué lleváis en la alforja?

Lysandro le hizo señas indicándole que solo había comida y bebida dentro. El soldado se acercó más a él, abrió la alforja y revisó el contenido: una cantimplora de piel de cabra con agua y carne seca. Tomó el trozo de carne y se lo llevó a la boca; luego se giró, con la mano en alto le hizo señas a su compañero delante de la fila para que dejara pasar la caravana.

El joven exhaló, se enderezó y movió el cuello a ambos lados para liberar la tensión que había sentido. Continuó detrás de la caravana al interior del complejo, mientras los lujosos carruajes y los corceles finos se desviaban hacia los espléndidos jardines.

No tenía un plan, no sabía cómo llegaría hasta Viggo, lo único que lo alentaba era el profundo deseo de venganza y el odio que llenaba su cuerpo, como si hubiesen reemplazado a la sangre y fueran el motor que lo mantenía con vida.

Siguió cabalgando a marcha lenta hasta llegar al patio de armas. Alrededor, varias torres se alzaban, una de ellas, la armería.

Desmontó y se introdujo en el interior del edificio. Quería una espada u otra arma que tuviera filo, pero entre barriles y estantes encontró algo mejor: un uniforme. Rápidamente, lo tomó y lo guardó en el zurrón que cruzaba su pecho. Justo cuando salía, un soldado entraba.

El amante del príncipeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora