XXXI: Pretendiendo

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Las piedras que había cargado para Elián y Bo se sentían pesadas en el bolsillo de mi falda

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Las piedras que había cargado para Elián y Bo se sentían pesadas en el bolsillo de mi falda. Eran pequeñas y chocaban entre sí, provocando un ruidito que hacía eco del de mis tacones contra el suelo de piedra. Todavía no se las había entregado, en parte porque no había tenido la oportunidad, y en parte porque no estaba segura de que fuera una buena idea. Mamá seguía insistiendo en que lo hiciera, y parecía enfadada cada vez que le decía que todavía no había podido, pero no sentía que su motor fuera realmente la preocupación por mis amigos, sino por mí, y aunque no tenía razones para dudar de ella, pensaba que el tiempo que había permanecido encerrada le había nublado la mente. Pasar tiempo con Elián y Bo me había enseñado a desconfiar.

Como cada mañana durante la última semana, mamá y yo nos levantábamos al alba para lavarnos y tomar un reducido desayuno en el comedor, acompañadas únicamente por los únicos dos empleados que también vivían allí. Comíamos en silencio y rápidamente, y aunque intenté hacer conversación un par de veces, era evidente que nadie allí quería hablar, y pronto dejé de insistir. Mamá estaba especialmente callada durante esos momentos; no se la oía siquiera respirar. Suponía que tanto tiempo viviendo en las sombras le habían enseñado a volverse invisible. Una mañana decidí que ya había pasado suficiente tiempo como para preguntarle sobre el tema, aunque no estaba muy segura de cómo abordarlo; nuestra reunión no había sido tan emotiva como me la había imaginado desde que supe que estaba viva, y se notaba lo mucho que se había acostumbrado a hacer todo en soledad. A veces, sentía que ni siquiera me veía estar en la misma habitación que ella.

—Mamá —le dije mientras nos pinchábamos los dedos en la oscura habitación. Todavía no me acostumbraba a usar aquella palabra, pero esperaba que con el tiempo se me hiciera más fácil, tal y como había ocurrido con los agujeros en nuestras manos.

—¿Sí, hija?

—¿Cómo fue vivir encerrada tanto tiempo?

Se quedó callada un rato, y por un momento creí que tal vez no me había oído. Estuve a punto de preguntarle otra vez cuando me miró fijo a los ojos y me dijo:

—Eso lo sabes tan bien como yo.

Me quedé helada ante su respuesta. No tanto por lo que había dicho, sino por el cómo. Esperé un minuto por si decía algo más, pero en cambio siguió abriéndose el mismo agujero en el dedo una y otra vez, mientras arrojaba las piedras iluminadas dentro del recipiente. Volví a mi trabajo, ya sin sentir prácticamente los pinchazos, y aunque me picaba la lengua por decir algo más, me lo tragué.

—Eres muy joven para comprenderlo todavía, pero tu padre tuvo sus razones. El mundo fuera del palacio es muy peligroso.

—¿Sus razones? —pregunté, intentando aguantarme la rabia sin mucho éxito—. ¡Me hizo creer que te había matado! ¡Te volvió una muerta en vida! ¡¿Cómo puedes siquiera considerarlo?!

Mi madre me lanzó una mirada gélida que me silenció de inmediato.

—¿Acaso te dijo él que me habías matado? —preguntó con severidad—. ¿Usó realmente esas palabras?

No respondí. Era cierto que jamás lo había hecho, pero me lo había dejado creer. Otra vez me invadió una oleada de incertidumbre como las que había sentido en la casona del dichoso Cuervo. La imagen mental de mi padre siendo asesinado frente a mis ojos volvió a mí, y tuve que dejar la aguja a un lado porque me temblaban las manos. Sentía demasiadas cosas en ese momento, pero mi madre me miraba exigiendo la verdad. No quería darle la razón, pero no podía evitar que quizás había algo de verdad en sus palabras. Es decir... ¿no habría actuado mi padre impulsado por el miedo? Al fin y al cabo, había sido criado igual que todos, para temer a la magia y... no. Me recordé la promesa que me había hecho de creer en Bo y Elián antes que en mi misma, y solo tenía que pensar en compartir aquel razonamiento con ellos para que sus expresiones de incredulidad me volvieran los pies a la tierra.

—¿Cuáles fueron sus razones? —volví a preguntar. Necesitaba saber en qué pensaba mi madre. Necesitaba conocerla.

—Ya te lo dije, Viana. Tu padre nos protegió de nosotras mismas, de esto —explicó indicando las piedras—. Fue piadoso al mantenernos con vida, y más aún al rescatarnos de nuestros propios instintos.

—¿Instintos? ¿Qué instintos? ¿De qué hablas?

—La maldición que corre por nuestra sangre —susurró—. La anormalidad de la que somos víctimas.

—¿Estás hablando de la magia? —pregunté, pero me obligó a bajar la voz—. ¿Qué tiene que ver con una maldición?

—¿Acaso no te educaron? —inquirió ofendida—. Por supuesto que no ¿si no por qué irías de acá para allá con un par de mestizos?

—¡No hables así de mis amigos! —los defendí—. ¡No tienes idea de lo que han hecho por mí!

Sentía como echaba humo por la cabeza. Nunca, jamás le había levantado la voz a un superior, y por descontado no imaginé que las cosas tomarían ese calibre con la madre dulce y comprensiva de mis fantasías. Nos quedamos calladas después de eso, pero seguía habiendo cosas que me inquietaban. Me molestaba profundamente la letanía de la que parecía presa: no veía en ella ansias de dejar la casa de obsidiana, no se quejaba de nada. El único gesto de rebeldía que vi de su parte fue el que me diera los cristales para Bo y Elián, en un intento de ayudarlos y-

Tuve que detener mis pensamientos allí mismo.

—Mamá, ¿para qué decías que servían el aguamarina y el ámbar?

Su cuerpo se tensó casi imperceptiblemente.

—¿Todavía no se los has dado? —se notaban sus dientes apretados.

—Ya se los di —mentí—. Tan solo siento curiosidad. No recuerdo que me dijeras cuáles eran sus efectos.

—Pues ya te lo dije. Los protegerán, potenciando sus habilidades —insistió, molesta—. Debes dárselos pronto, o perderán su carga.

—Sí, mamá.

No sabía qué creer, así que por el momento las rocas permanecerían en mi bolsillo.

Garza de Jade (Las Alas del Reino II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora