XXXIX: Deja Vu

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Uno de los consejeros reales me llevó de vuelta al interior del edificio al terminar el espectáculo de pirotecnia

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Uno de los consejeros reales me llevó de vuelta al interior del edificio al terminar el espectáculo de pirotecnia. Hiro no se me quitaba de encima y el hombre nos dejó solos para que pudiéramos desayunar. Tan solos como se podía estar siendo nobles, que en realidad no era mucho. Agradecía, sin embargo, que no nos dieran privacidad. Hiro ya estaba ocupado manoseando mi muslo bajo el mantel a pesar de lo rígida que había puesto mi pierna y lo rápido que había juntado ambas rodillas para evitar que el asunto fuera más allá.

Sonreí para mí misma al pensar en que Bo lo habría hecho añicos allí mismo si hubiera presenciado aquello: lo llamaría de todo y no se detendría hasta que el muy imbécil se lo rogase. Me causaba cierto placer imaginármela así, alocada y desatada, pero tuve que detenerme al darme cuenta de que Hiro había malinterpretado mi expresión, creyendo que estaba alentándolo. Tal cómo ese día en la plantación de castaños, el asco me recorría, pero sabía que no era el momento de detenerlo, rodeado con toda su gente y poseído por ese temperamento tirano que solo le había visto antes a mi propio padre. Le tomé la mano con la mayor suavidad posible y le acaricié los nudillos, suaves y humectados gracias al cuidado que solo un hombre que jamás ha pasado por penurias podía poseer. Mis propias manos solían ser así, pero estaban endureciéndose, igual que yo.

Fuera se escuchaba la celebración y el júbilo ante un fin de la guerra que se había decidido unilateralmente. Todo a mi alrededor me era ajeno excepto el trato de los sirvientes, que se daban prisa a rellenar nuestras tazas de té verde y a dejar pastelillos sobre nuestras bandejas. En vez de sentirme reconfortada ante la familiaridad de ser tratada como una Princesa, me sentí asqueada ante la idea de estar a resguardo cuando la gente allá afuera celebraba una victoria que en realidad no había ocurrido y que podía llegar a pesarles mucho más de lo que como nación podrían cargar. Hiro, no obstante, estaba radiante sintiendo mi mano sobre la suya, mientras que a los emperadores no se los veía por ninguna parte.

No los vi a ellos ni volví a ver a Hiro el resto del día. Inmediatamente después del desayuno que no me vi capaz de probar me llevaron a la misma habitación dónde me habían tenido encerrada hasta entonces y media docena de doncellas me ataviaron con ropas tradicionales y amuletos. Si la situación hubiera sido distinta, me habría maravillado ante mi reflejo en el espejo, pero no era mi mejor versión la que me devolvía el reflejo: mi cabello corto estaba sin brillo bajo la tintura, mi piel seca y mi rostro lucía consumido por el peso que había perdido y que le había quitado su majestuoso volumen a mi cuerpo. Lucía como un espectro de lo que había sido alguna vez, lo cual no dejaba de parecerme irónico, siendo que el verdadero fantasma era Hiro, a quien ni siquiera la muerte había querido retener a su lado.

Me dejaron sentada en un salón de té con todas las doncellas de pie dándome la espalda. Junto a mí había una mesita con una tetera de porcelana, bocadillos y un mayordomo que esperaba a que me entrara el hambre, cosa que veía imposible en un momento como ese. Pronto, el alboroto de la celebración pasó a último plano mientras que la quietud del palacio me zumbaba en los oídos. La tarde pasó interminable tanto para mí como para los sirvientes, pues ninguno de nosotros se movió apenas durante las horas que estuvimos esperando. El sol ya estaba bajando cuando dos mujeres vinieron a buscarme. Llevaban máscaras en forma de llamas doradas sobre sus rostros y sus vestidos eran del mismo color de su piel, ajustados y sin adornos, para que la atención recayera únicamente en sus cabezas.

Garza de Jade (Las Alas del Reino II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora