XXXVII: Preparaciones

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No llegué a ver la cara pública del palacio en ningún momento

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No llegué a ver la cara pública del palacio en ningún momento. Los guardias reales me llevaron a través de pasadizos y habitaciones traseras sin ninguna prisa, saboreando el momento en el que me depositarían en mi destino final y dejarían al príncipe jugar conmigo. Había sido un error sostenerle la mirada de ese modo, pero era un tipo asqueroso y yo estaba más enojado de que lo estaba dispuesto a aceptar.

Hiro apareció un rato más tarde. Se encontraba absolutamente solo, sin escoltas, sin guardias ni nadie que le cuidara la espalda. A pesar de eso, se mostraba confiado y arrogante, quizás porque creía que no sería un peligro con las manos esposadas. Cerró la puerta tras de sí y sacó de su túnica un incienso y una roca que dejó en el suelo antes de encenderla y sentarse a meditar, todo esto sin pronunciar una sola palabra. Admito que me causó curiosidad el averiguar qué estaba tramando, pero esta pronto fue reemplazada por una calma que resultaba absurda en una situación como esa.

El cuarto comenzó a llenarse de humo carmesí, haciendo imposible ver en ninguna dirección. El gas traía consigo el olor del anís, demasiado pesado y dulce como para ser agradable. Pude ver como algo se movía tras la cortina, una silueta luminosa que me resultaba familiar.

Las fauces del dragón se abrieron de par en par frente a mí, amenazando con cerrarse en torno a mi cuello de no haber reaccionado a tiempo. Al mover sus alas en aquel espacio reducido, el animal dorado hacía volar la humareda, revelando así el cuerpo de Hiro dentro de su figura. El princípe me miraba sin verme con los vacíos, mientras que la criatura tenía posados en mí sus irises rasgados y peligrosos. El monstruo exhaló un anillo de fuego que prendió el suelo a mi alrededor, atrapándome entre las llamas. Encantado, Hiro se puso a jugar con su presa, haciendo que el dragón creara anillos cada vez más pequeños hasta dejarme sin la posibilidad de moverme ni un solo centímetro en cualquier dirección. Esperé, paciente, a que lanzara la última llamarada. Cuando lo hizo me quedé en mi lugar, dejando que las llamas se adhirieran a mi piel y mi ropa, ablandando poco a poco el material de las esposas hasta que la cadena se rompió por su eslabón más débil.

El animal se encabritó al verme caminar entre las lenguas de fuego, lanzando una y otra y otra vez su aliento sobre mi cuerpo inmune a los estragos del calor. Dándose cuenta de que su estrategia no daba resultado, Hiro obligó al dragón a lanzarse sobre mí. Aunque lucía inmaterial, me quedó claro que no lo era cuando su embestida me lanzó con un golpe contra la pared. Adolorido, intenté levantarme, pero un segundo coletazo me dio de lleno en el estómago, dejándome sin aire y con un agudo dolor en el vientre. La tercera vez que me atacó, rodé hacia un lado, haciendo que sus cuernos quedaran encajados en la pared. Rabioso, el dragón dorado se liberó buscando darme un golpe definitivo. Presa del pánico, corrí en la dirección contraria y luego hacia el otro lado; la criatura no tenía el espacio suficiente para moverse libremente, por lo que una vez que había perdido el elemento sorpresa perdía la ventaja a razón de su gran tamaño.

Aun así, Hiro no se daba por vencido, obligando a la bestia a azotarse una y otra vez contra la estructura de la habitación, cansándonos a él y a mí sin llegar a ninguna parte. Tan súbitamente como había hecho su entrada, la silueta del dragón desapareció, dejando a Hiro tirado en medio de la habitación, siendo tragado por el humo rojo que el incienso seguía produciendo. Corrí en su dirección y me senté sobre él; aunque era fornido, apenas le quedaba energía y su resistencia fue patética. Lo más aprisa que pude, derretí las esposas en uno de los costados y me apresuré a ponérselas. Su piel no se quemó cuando volví a fusionar las argollas de metal, pero sí escupió sangre cuando le di una patada en la quijada para que dejara de gritar por ayuda; no sabía si alguien podía escucharnos, pero necesitaba tiempo para pensar antes de que nos encontrasen.

Hiro se mantuvo callado el resto del tiempo. Cada cierto rato lo veía volver a meditar, pero o el dragón no quería tener nada que ver con él o las esposas le impedían comunicarse. Me veía con tanto odio que casi sentía dolor en el punto exacto donde se posaba su mirada, jamás había visto algo igual. Resolví sacarnos de allí antes de que sus hombres comenzaran a buscarnos, pues tenía más posibilidades de éxito si éramos solo los dos. La puerta se abrió cuando Hiro tocó la manilla, como si hubiera estado abierta todo el tiempo. Por supuesto ese no era el caso; el pomo simplemente reaccionó a su tacto.

Lo obligué a levantarse y lo llevé de vuelta a la jaula donde tenían encerrada a Viana, volviendo sobre los pasos que los soldados me habían obligado a dar. El cuerpo del príncipe estaba rígido pero obedecía a mis órdenes, cosa que me alteraba en vez de tranquilizarme. Comencé a caminar más rápido al oír voces en pasillos cercanos, pero la mandíbula de Hiro seguía desencajada y no pronunció palabra.

—¿Dónde está? —exigí cuando vi que la celda estaba vacía.

Hiro me miró con suficiencia, pero no le aguantaría nada. Tomé su quijada con la mano y volví a ponerla en su lugar, provocando que el príncipe soltara un aullido de dolor poco digno de la realeza. No obstante, no le había hecho ningún daño; creciendo en medio de peleas, sabía bien cómo devolver una mandíbula a su lugar.

—¿Dónde la metiste? —amenacé. Teníamos la misma altura, pero sabía cómo hacer a un contrincante sentir pequeño.

Lo vi mover la boca para arreglársela, pero hacía rápido se me había acabado la paciencia, así que lo zamarreé con fuerza.

—Habla.

—Preparándose para las celebraciones —soltó por fin sin esconder su placer—. ¿Dónde más podría estar una Princesa recién rescatada?

Apenas terminó de hablar recibí un golpe en la boca del estómago. El dolor que había sentido en la habitación volvió con más potencia, solté a Hiro en un acto reflejo, quien aprovechó de darme una patada en los genitales. Caí al suelo sin poder moverme y el muy cobarde llamó a gritos a sus guardias, quienes llegaron desde los pasillos anexos en un abrir y cerrar de ojos como la fuerza de elite que eran. Se apresuraron a apresarme, aunque no había ninguna necesidad; apenas podía moverme y era mi culpa por haberme dejado al descubierto. Ante el chasquido de los dedos de Hiro, los hombres me levantaron por los brazos, obligándome a ponerme de pie aunque el dolor no terminaba de ceder.

Me tomó por la mejilla como lo había hecho antes, deslizando las yemas de sus dedos -suaves de jamás haber trabajado- sobre mi rostro magullado. Como había dicho Viana, el solo tacto y su forma de tocar revolvía el estómago.

—Eres hermoso —dijo con su aliento demasiado cerca del mío—. Shen Kwyo se deleitará con tu sacrificio.

El impacto que esperaba lograr con aquella frase se perdió cuando un grito angustiado cortó el aire. Se escuchaba apenas, como si viniera de una habitación contigua con una pared gruesa en medio, pero en definitiva se trataba de un quejido humano.

—¡No! —volvió a gritar el emisor, más fuerte en esa ocasión—. ¡NO!

Los barrotes de la jaula comenzaron a agitarse con violencia, pero dentro de la celda no había nadie. Intenté soltarme, pero los soldados me agarraron con más fuerza.

—¡Suéltala! —exigí, cayendo en cuenta de a quién pertenecía esa voz—. Dijiste que la habías liberado.

—Dije que estaba preparándose para las celebraciones —respondió él, complacido—. Le estoy dando tiempo para que reflexione.

—Morirá de frío —increpé—. No te servirá de nada.

—Soy un hombre justo —se halagó—. No voy a matarla como su gente lo hizo conmigo. Le daré una buena vida como emperatriz consorte, pero debe saber que cualquier acción desagradable será castigada, y el asesinato es muy desagradable, ¿no te parece?

—Viana no tuvo nada que ver.

—¿Viana? —se hizo el sorprendido—. ¿Así le hablas a una aristócrata? ¿Son tales las porquerías que hacen tras puertas cerradas que te atreves a faltarle el respeto así?

Me sentía tentado a darle un cabezazo en la nariz, pero me contuve.

—Te diré qué —siguió—. Ya que se quieren tanto, dejaré que asista a tu ejecución. Es más, le daré un papel protagónico en ella.

Dicho esto, se volteó y salió de allí. Los guardias me arrastraron detrás mientras Viana daba gritos a los que nadie iba a atender.

Garza de Jade (Las Alas del Reino II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora