Capítulo 8. Adorable

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Me sentí como si me hubieras abrazado con las palabras.

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La situación en el bar había sido un simple malentendido, aunque todo se había originado cuando te había prejuzgado al principio de nuestra relación. Había pensado que eras una pijita insufrible, con poco que ofrecer y sin demasiado mundo interior. ¡Tú, sin mundo interior! ¡Tú, de quien he aprendido tantas cosas! Hoy lo pienso y no sé cómo pude ser tan estúpido.

—Tengo que disculparme con ella —le comenté a Silvia cuando Jon se levantó para hablar contigo.

—Espera. Es posible que Jon le explique lo que ha pasado.

—¡Joder! Soy un bocazas.

A los pocos segundos de pararte con Jon, avanzaste de nuevo, airada. Él se quedó paralizado en el sitio.

—No quiere hablar conmigo —dijo al volver a la mesa—. Está muy enfadada.

—Tengo que hablar con ella.

—¿Te doy su número? —preguntó Jon.

—No, tiene que ser en persona.

—Si te parece —propuso Silvia—, en un rato hablo con Sara, le explico que ha sido un malentendido y ya, después, te disculpas tú con ella.

—Voy a acercarme a su casa.

No podía esperar a que aquello se enquistara y volver a la situación inicial. Tú te habías disculpado por tu error, en persona, dando la cara. Yo debía hacer lo mismo.

—¿En serio? —se sorprendió Jon. Más bien, se asustó.

—Silvia, ¿puedes ir tú hasta mi casa por si Rosa se quiere ir? —Asintió mientras me acariciaba la mano—. ¿Me acercas tú, Jon?

—Yo he venido con Sara. No tengo coche.

—Entonces, Silvia, ¿nos acercas a casa de Sara antes de ir para la mía?

Una vez que llegamos, me bajé del coche, pero Jon se quedaba dentro.

—¿No vienes?

—No, no —respondió—. Últimamente no hago más que cagarla, así que voy a esperar a que se calme la situación antes de hablar con ella.

Recorrí el camino que llegaba hasta tu puerta. Bajé la vista para intentar calmarme y me concentré en cada baldosa de piedra. Examiné los diferentes tonos de grises y las formas únicas de cada una de ellas. Valoré todavía más lo que habías hecho tú. No es fácil ponerse frente a alguien con quien has metido la pata y disculparse de algo que no tiene justificación. Con cada paso, el suave crujido bajo mis pies creaba una melodía con la que intentaba tranquilizarme. Yo no tenía el aplomo que tú habías demostrado.

Tomé aire y toqué el timbre. Abrió Fran, quien saludó con su desidia habitual. Pregunté por ti y apareciste al segundo.

—¿Qué quieres? Estoy ocupadísima rellenando mi piscina imaginaria.

Eso dolió. Me merecía ese sarcasmo.

—Vengo a pedirte disculpas.

—Puedes ahorrártelas. Una niña estúpida como yo no sería capaz de entenderlas.

—Lo siento, de verdad. Déjame explicarte.

—Como alguien dijo, no somos amigos, así que no tenemos nada de qué hablar.

Mientras me olvidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora