Capítulo 29. Paella

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Recuerda: si sigues las dos historias, puedes leer 29 y 30 de Sara y después 29 y 30 aquí, o ir alternando; lo que sí te recomiendo es leer primero el final de Sara y después el de Tristán.

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Te agarraba con fuerza con una mano, como si así impidiera que tu esencia pudiera escaparse de mi lado.

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No sé si me creerás: aquel día en el que te leí la historia de la constelación del pingüino fue el peor día de mi vida. La impotencia que sentía cuando mi padre maltrataba a mi madre o me pegaba a mí no había sido nada comparado con sentir el sonido de las verjas metálicas de la cárcel cerrándose a mi espalda. Y ese sonido estridente no es comparable al frío que recorrió mi cuerpo cuando terminé la lectura y tuve que enfrentarme a la visión de tu cuerpo inerte sobre la cama.

No podía despedirme de ti. Si te ibas, tenía claro que hasta ahí llegaba yo también. No tenía fuerzas para más. Ya no habría instinto de supervivencia que me pudiera salvar. La vida ya había jugado demasiado conmigo.

Recuerdo que, a veces, pensaba que mi madre se merecía volver a sus veinte años y tener otra vida desde esa edad. No sé qué me debía a mí, pero si te arrebataba de mi lado ya no tendría fuerzas para luchar ni un día más.

Aún respirabas cuando llegó la ambulancia. Te monitorizaron y apenas se oía un hilillo que te aferraba a la vida, una respiración tan sutil que costaba encontrarla y que podía desvanecerse en cualquier momento.

En el hospital, sentado junto a tu cama, escondí la cabeza entre mis brazos, porque no soportaba verte así, inmóvil, casi inerte, con ese fino hilo que te unía a la vida. Me dolían las sienes y sentía una presión enorme en la frente. Te agarraba con fuerza con una mano, como si así impidiera que tu esencia pudiera escaparse de mi lado.

Entonces sentí cómo tu otra mano se posaba sobre las mías. ¡Habías despertado! Alcé la vista y habías abierto los ojos. Quería reír, alegrarme, pero me invadió el llanto.

No podía hablar. No me salían las palabras. Solo podía sujetarte con suavidad la cara y darte besos. No me atrevía a abrazarte; no quería hacerte daño. Estuvimos sin decir nada hasta que la enfermera nos informó de que la doctora había suspendido el tratamiento unos días, hasta que te recuperaras un poco.

—No puedo con esto, Tristán —dijiste, con voz débil—. Sigo pensando lo mismo: voy a interrumpir el tratamiento.

Sentí otra puñalada en el pecho. Obviamente, era algo que tenías que decidir por ti misma. No tenía derecho ni siquiera a darte mi opinión. Me puse en pie, nervioso.

—¿Sabes qué? —dije, dudando todavía—. Iba a decir que lo entendía, que te apoyaría y que es una decisión tuya.

Me noté cada vez más alterado. No quería decirlo, pero la angustia que tenía en el pecho aceleraba mi corazón de tal manera que, si no te contaba lo que pasaba por mi cabeza, iba a explotar.

—Mira —continué—, siempre he mirado más por los demás que por mí mismo. Esta vez no puedo. Probablemente, sea el peor momento para ser egoísta, pero necesito serlo. No puedo fingir que todo está bien.

Mientras me olvidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora