Capítulo 23. Silencio

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Tenía que elegir entre partirte el corazón o romperte la vida.

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Aquel hubiera sido un bonito final feliz para nuestra historia. El final que nos merecíamos. Si hubiera sido una película, tras cerrar la puerta esquivando las miradas de tu padre, se hubiera pasado a un fundido en negro. Se nos vería años después; tú estarías escribiendo, rodeada de imágenes de las portadas de tus best–sellers, mientras yo preparaba la cena. Quizás apareciera por ahí el perro que habríamos adoptado.

Llevaba todo el fin de semana en una nube de la que no quería bajarme. Salí de tu casa y, de camino a la mía, en el coche, creí flotar. Respiré profundamente. Llené los pulmones de aire para sentir la plenitud.

Subí por las escaleras; siempre por las escaleras. Mi madre odiaba el ascensor, así que me acostumbré a no utilizarlo. Estaba derrotado, pero eufórico, así que subía los peldaños de dos en dos.

En cuanto pasé del tercero comencé a escuchar golpes; un escalofrío recorrió mi cuerpo.

—No, hoy no —rogué. Quizás fuera en casa de algún vecino—. Hoy sí que no.

Negué con la cabeza y me apresuré a subir, aún más rápido. Abrí la puerta, despacio, porque no sabía qué me iba a encontrar. En cuanto miré hacia el salón allí vi a mi padre, de pie. Tenía a mi madre arrodillada y con los brazos en el suelo como si fuera una puta mesa. Le había quitado la parte de arriba del pijama, dejándola con la espalda descubierta.

Mi padre estaba de espaldas a la puerta, así que pasé rápido a mi habitación, intentando no hacer ruido, en busca del bate de béisbol. Ese día no iba a permitir que le hiciera un rasguño a mi madre. Antes tendría que matarme.

Entré en el salón silenciosamente y, cuando mi padre ya estaba preparando su cinturón para azotar a mi madre, le golpeé con el bate en la espalda todo lo fuerte que pude. Mi padre se retorció con el golpe mientras gritaba.

Se giró hacia mí e intenté darle de nuevo, pero detuvo el bate con sus dos manos. Debió de hacerle mucho daño pararlo así, pero la furia le podía más que el dolor.

Forcejeamos y el bate cayó. Me adelanté un paso para intentar levantar el bate del suelo; no me di cuenta de que me había puesto por delante de mi padre, quien aprovechó la circunstancia para darme una patada por detrás que me hizo caer.

Yo aún seguía con una rodilla hincada en el suelo cuando él se agachó y recogió el bate. Lo sujetó con fuerza con ambas manos, me lo pasó por encima de la cabeza y me apretó la garganta con él. Fue tirando del bate hacia arriba, aprisionando mi garganta cada vez más, y me fue levantando mientras me asfixiaba.

Ya de pie, con mi padre detrás de mí tirando del bate con fuerza hacia atrás, sentía la presión, mientras me afanaba por respirar. Agarré el bate con mis dos manos y tiré de él hacia delante para intentar inhalar una mínima bocanada de aire, pero no conseguí separarlo de mí aunque fuera un milímetro.

Solo veía el ventanal. El sol ya casi no alumbraba. Me asfixiaba. Empecé a notar calor en las mejillas y la cara enrojecida. Pensé que me mataba; te juro que pensé que aquel tenue sol del atardecer era lo último que veía. Mi cuerpo quedó sin fuerza, ya rendido casi por completo.

Mientras me olvidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora