IV: El retiro

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La jodida actividad había sido más difícil de lo que pensaba. No me conocía en lo absoluto. Y había vivido conmigo misma por 16 años. Les había contado a que instituto asistía, cuantos años tenía, que tenía tres hermanos y que mis padres seguían juntos después de casi veinte años. Cuando te preguntan algo, siempre hablas de lo que conoces. Y para hablar de mí y de lo que me gustaba tenía que hacer un análisis interno muy profundo para el cual no estaba preparada porque sabía que encontraría partes de mi personalidad no tan bonitas. No sabía cómo era pero siempre que me preguntaban sobre mis defectos tenía una lista sin fin de cosas que me molestaban sobre mí misma: era un poco histérica, algo cabrona, corregía los errores de la gente todo el tiempo, no tenía un filtro, era obsesiva, odiaba salir de mi zona de confort, mi voz era algo molesta. Y así, la lista seguía con tantas cosas que había perdido la cuenta. Pero cuando me preguntaban sobre mis virtudes, mi mente se quedaba completamente en blanco. No tenía virtudes. Y si las tenía, no las conocía. Tenía demasiadas cosas malas y era casi imposible encontrar un diamante entre tanta tierra. Conocía algunas partes de mi pero no estaba segura de querer saber ciertas aspectos de mi yo interno que podían no ser tan bonitas. No era una chica interesante. Nunca lo había sido. No tenía una gran historia que contar ni un suceso en mi vida que me haya cambiado drásticamente. Lo más interesante que me había pasado era el descubrimiento de mi orientación sexual y Sterling. Y esas eran dos cosas que no estaba lista —ni dispuesta— para compartir con un grupo de extraños.

Me había enterado que una de las muchachas de mi grupo tenía nueve hermanos y casi me caigo de culo. Yo tenía tres y me parecía demasiado. Imaginaros compartir la casa con nueve personas más y tus padres. Me volvería loca.

La noche anterior había estado tan agotada que me dormí casi apenas me acosté. Camille—una compañera del instituto— había estado tan hiperactiva la noche anterior. Ganas de dormirla de un puñetazo en la nariz no me habían faltado. Danzaba y saltaba por todo el lugar como si no fueran casi las 2 de la mañana.

—Camille —llamé su atención pero pasaba de mí.—Quédate quieta o terminarás con el culo desparramado en el suelo.

—No es cierto. —parecía una niña pequeña haciendo berrinche porque su madre le había reprendido.

Y como si de una secuencia de película que había visto hasta el cansancio se tratase, piso el colchón inflable, se deslizó por el suelo cual tabla de surf y termino desparramada y desorientada en el suelo. Cubrí mi cara con mis manos para que no se escuchara mi risa. Las ganas de gritar 'te lo dije' fueron sobrehumanas.

En la mañana, apenas tenía fuerzas para levantarme, ir hasta el baño y lavarme la cara y los dientes. Decidí cepillarme el pelo caminando hacia desayunar. Vay apareció a mi lado y depositó un beso en mi mejilla. Se mantuvo en silencio porque de seguro había visto la cara que traía esa mañana. Estaba hecha polvo. Ella sabía mejor que nadie por lo que estaba pasando, siendo la única persona a la que le confiaría hasta el mínimo de mis secretos. Sabía que la estaba pasando mal psicológica y emocionalmente y hacía todo en sus manos para hacerme sentir mejor sin empujar mis límites.

La crisis de fé por la que había pasado había sido dura. Pero no había sido ni de cerca tan grande como la crisis emocional y psicológica, que fue de proporciones drásticas. Solía encontrar el mayor de los consuelos en la Iglesia y en Dios. Fueron mi soporte durante toda mi vida. Y en su momento no sabía si creía porque en serio pensaba que había un ser todo poderoso mirando cada uno de mis pasos y asegurándose que los golpes que me diera no fueran tan duros o porque fue lo que me habían enseñado desde mi nacimiento. No había un solo recuerdo en mi memoria en donde no haya estado una imagen de Dios presente, aunque haya sido a través de un simple rosario. De pequeña rezaba todas las noches, todas las oraciones que mi madre me había enseñado. Y rezábamos juntas, metidas bajo las mantas de su cama enorme. Era algo que habíamos compartido en mi niñez, todas las noches mientras esperábamos a que papá volviera de trabajar. No sabía en qué momento se había perdido eso, pero se me apretó el estómago de tristeza al recordarlo. Cuando empecé a asistir al instituto, tenía seis años. Todas mis compañeras se conocían desde el jardín de cuatro y yo era la outsider. Era como una desconocida para todas ellas que habían pasado por las salitas de colores y el patio lleno de juegos, conociéndose unas a otras y armando recuerdos desde la más tierna infancia.
Desde ese primer momento, me enseñaron a rezarle a ella. A la única en la que me vi apoyada en todo momento y circunstancia, haya sido bueno o malo. La única en la que no había perdido toda esperanza o fe: María del Huerto. Su mirada tan maternal despertaba en mi corazón un aleteo que me hacía creer que nada estaba perdido, que para todo había una solución. Y toda esa solución estaba en su mirada.
Cuando veía esa imagen, lo que sentía era indescriptible. Conocía muchas palabras para describir el amor y las sensaciones, pero todas ellas se quedaban cortas cuando miraba a mi Madre del Huerto. La capilla del instituto siempre había sido un lugar sagrado para mí, mi lugar. Había crecido entre las paredes de ese lugar y era mi segundo hogar. Me sentía tan a gusto cuando entraba ahí. Por eso, cuando leía lo mal que la gente lo había pasado en el instituto, no lo entendía. Mi querido colegio ha sido una de las experiencias más lindas en mi vida. Todo lo que yo conocía lo había aprendido allí y había sido por intercesión de ella que había conocido a las mejores personas en mi vida. No me cabía duda alguna que ella había puesto a Sloane en mi camino porque sabía que nos necesitábamos la una a la otra. O que Vay y yo habíamos superado nuestras diferencias porque funcionábamos mejor en equipo. Creía que todo estaba seguro.

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