I: El viaje

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—Prometan que se cuidarán la una de la otra.—mamá ruega acariciando mi cabello y la mejilla de Vay. Era la primera vez que salía del país sola. Y era mucho tiempo lejos.

—Prometido. —a Viola le costaba horrores mantener su emoción al margen. Y con razón. No todos los días te ibas a Disney.

Pronto luego de eso nos llamaron a embarcar. Nuestras madres por supuesto no pudieron con su genio y sacaron fotos de sus pequeñas en cada ángulo posible: recibiendo el tique de embarque, embarcando; no tenían permitido subir al avión, sino ahí también. Me despedí con la mano de mis padres y hermanos y con mi mochila al hombro me subí al avión.

No fue tan difícil encontrar mi asiento. Junto a mí estaba una de mis antiguas compañeras y una chica desconocida que se movía como si tuviera hormigas en el culo. Me senté, abroché mi cinturón y abrí mi libro para continuar mi lectura.

Siempre he sido un ratón de biblioteca, amando las páginas escritas antes que las conversaciones reales. A la edad de cuatro años ya podía leer frases cortas y reconocía mi propio nombre. Mi madre tenía la costumbre de leerme un cuento antes de dormir y siempre recurríamos a mi viejo y usado libro de tapa dura de la Cenicienta. Lo había leído tantas veces que me lo había memorizado. Y cuando mi hermana nació, fingía leérselo a ella. Tan grabado en mi memoria estaba que cuando mi madre intentaba saltearse una parte para acelerar el proceso, sin ninguna vergüenza le remarcaba que se la había saltado.

Así fue como con los años descubrí mis dos pasiones más grandes: leer y escribir. Leía tantos libros tan rápido que mis padres se negaban a comprarme nuevos y mi papá me prestó su viejo iPod para así usar la biblioteca virtual. A la edad de nueve años descubrí mi amor por la escritura y aunque mis comienzos eran algo vergonzosos, terminé descubriendo que me manejaba mejor expresándome de forma escrita que oral. Me encantaba maquinar historias en mi cabeza y darles ese poquitito de aventura y fantasía que me hacía amar la lectura. Y a mi vida le faltaba un poco de aventura. Puedo haber empezado escribiendo fan ficciones de Justin Bieber, pero mi escritura ha crecido mucho desde esos días.

La mano de Vay, que se encontraba sentada adelante, apareció por encima del asiento para que yo la tomase. Ella sabía que me inquietaban los aviones, sin importar a cuántos me haya subido. Mi claustrofobia sumado a mi miedo a las alturas y que inevitablemente podría morir en un accidente aéreo no me dejaban disfrutar los vuelos. Por eso traje un libro para distraerme de la peor parte: el despegue.

Las turbinas se encendieron, dando a entender que despegaríamos pronto. Apreté la mano de Vay un poco mientras mis ojos seguían las palabras en mi libro.

—¡Se va a caer!—una exclamación casi hace que me de un ataque cardíaco y me doy vuelta para encontrar a la desconocida con sus uñas clavadas en la ventana y un rostro de pánico que me hacía querer llorar. Maldita chiflada. Nunca me hubiera imaginado a dónde nos habría llevado todo esto.

—Seguimos en el suelo.—siseo, tratando de apaciguar mis nervios y los de ella. Que ande gritando que el avión iba a estrellarse no ayudaba a mis nervios. Tómate un jodido calmante. O dámelo a mí, cualquiera servía—Por favor, baja la voz.

—¿Y ese ruido que ha sido, huh?—exige con tono exasperado, como si yo pidiéndole que se calmara fuera algo malo.

—Son solo las turbinas. Ni siquiera nos hemos movido.—ruedo los ojos. Mi antigua compañera sentada justo en medio de nosotras miraba alternadamente como si nos hubiéramos escapado de un psiquiátrico.

—Lo siento, estoy un poco nerviosa.—ella se disculpa y se echa hacia atrás, frotando sus manos.—Soy Leila Green, por cierto.—se presenta con un movimiento de muñeca.

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