Los odio.

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Los meses sucedieron como ráfagas de viento, veloces y con una intensidad que desconcertaba a Hydra. A medida que el tiempo avanzaba, algo insospechado comenzaba a enraizarse en su pecho: estaba, a su desagrado, completamente cautivada por Cregan Stark, ese norteño de mirada acerada y porte sólido. Jamás, en sus años anteriores había experimentado algo tan profundo y desconcertante. Lo que más le irritaba no era tanto el hecho de que comenzara a sentirse atraída por él, sino la naturaleza compulsiva de esa atracción. Tenía unas insoportables ganas de estar a su lado, de escuchar su risa grave, de perderse en sus silencios. Era una necesidad casi física que no podía controlar, y lo peor era que él, lejos de detener esos estúpidos juegos que parecían amansar al dragón dentro de ella, los alimentaba con cada palabra y gesto.

Cregan había logrado penetrar en sus defensas con la facilidad de un cuchillo deslizándose en mantequilla caliente. Y lo más desconcertante era que ni siquiera parecía haberlo intentado. Hydra, siempre acostumbraba a erigir muros de indiferencia, a enterrar sus emociones bajo capas de frialdad, y ahora se encontraba desarmada ante él. Lo peor, la verdadera maldición, era que empezaba a disfrutarlo. La risa que compartían, las discusiones que mantenían durante horas, el tiempo transcurrido entre las paredes frías de Invernalia, todo parecía teñirse de un calor inesperado.

Pero esa apertura, esa vulnerabilidad, la consumía. ¿Cómo era posible que un hombre, un Stark, hubiera logrado lo que tantos otros habían fracasado en conseguir? No podía decidir si la habilidad de Cregan para leerla tan fácilmente la enfurecía o la aliviaba. Sentía su mirada, penetrante y segura, como si fuera capaz de descifrar cada pensamiento que atravesaba su mente. Era inquietante, por supuesto. ¿Cómo alguien podía despojarla de sus secretos sin siquiera intentarlo? Sin embargo, una parte de ella encontraba en eso un alivio que no había conocido jamás. Era liberador ser vista realmente, no como la heredera al trono o la princesa altiva, sino como Hydra, simple y llanamente.

Con él no necesitaba jugar ese papel constante, no tenía que ser la chica que escudaba sus inseguridades tras palabras crueles y miradas de hielo. No tenía que ser la hija de los dragones ni la guerrera implacable. Podía ser la joven que amaba leer en voz alta frente al fuego, la que disfrutaba las noches tranquilas observando las estrellas del norte, la niña que reía con una intensidad que hacía brillar sus ojos. Podía ser Hydra, no una Targaryen, sino ella misma. Y esa sensación era tan intoxicante como aterradora.

No podía decir que estuviera enamorada. Era demasiado cínica para algo así, o al menos eso se repetía cada noche antes de dormir. Sin embargo, había una emoción electrizante que la invadía cada vez que estaba cerca de él. ¿Era posible que alguien como ella, alguien tan destrozada y ya marcada por el destino, pudiera ser feliz? Esa posibilidad la mantenía despierta, en vela, con el corazón latiendo fuerte.

Las largas caminatas por los jardines nevados, las noches en las que compartían historias de sus infancias, las cenas ruidosas llenas de risas y debates acalorados, todo eso se mezclaba en un torbellino que la envolvía. Entrenaban juntos, y aunque las espadas chocaban con fuerza, siempre terminaban cubiertos de nieve, tumbados uno al lado del otro, exhaustos, riendo como dos niños despreocupados. Cregan la impresionaba más de lo que ella estaba dispuesta a admitir. Su fuerza, su determinación, pero sobre todo, su calidez, eran una combinación que la envolvía cada vez más, y por primera vez en mucho tiempo, sintió que alguien la veía, no a través del prisma de la política o el poder, sino como la persona que realmente era.

Por un instante fugaz, se permitió imaginar un futuro diferente, uno en el que no fuera la princesa del dragón, sino simplemente Hydra, a su lado. Pero el pensamiento fue rápidamente borrado. No, los dioses no serían tan bondadosos con ella. Nunca lo habían sido.

— ¿No es un buen padre? — La pregunta flotó en el aire, suave y cargada de una ternura casi desconocida para ella. Cregan, con su mirada serena y el rostro marcado por la bruma de las tierras frías, la observaba con atención mientras las llamas devoraban la carta que había recibido de Daemon. Ni siquiera se molestó en abrirla, en leer el contenido que su progenitor había dejado en el papel con tinta oscura.

𝐂𝐎𝐋𝐃 𝐇𝐄𝐋𝐋 , 𝐇𝐎𝐔𝐒𝐄 𝐎𝐅 𝐓𝐇𝐄 𝐃𝐑𝐀𝐆𝐎𝐍 [𝑬𝑵 𝑬𝑫𝑰𝑪𝑰Ó𝑵]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora