𝐏𝐫𝐢𝐦𝐞𝐫𝐨

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Desperté con la cabeza tan aturdida que mis pensamientos se sentían como un torbellino al que no podía seguirle el paso. Me sentía tan desorientada que tardé varios minutos en darme cuenta de que seguía en el asiento trasero del auto, a la mitad del paso de Shibuya.

—¿Naoto? —mi voz salió pastosa, como si no hubiera hablado en mucho tiempo.

Silencio.

El asiento del piloto estaba vacío. Intenté moverme, pero incluso mi cuerpo no se sentía como mi cuerpo, estaba pesado y torpe hasta para alzar una mano.

—Naoto... —intenté por segunda vez sin obtener respuesta.

Mi respiración se tornó más agitada a medida que trataba de recuperar el control sobre mí misma. ¿Qué había pasado? ¿Un accidente? Cerré los ojos de nuevo y busqué ponerle orden a mi mente dispersa, sin embargo, lo único que obtuve fue la imagen fugaz de unas luces en el cielo... No, no eran luces nada más, eran...

—Fuegos artificiales, ¿a esta hora? —la voz de Naoto hizo eco por mi cabeza—. ¿Se celebra algo hoy?

—Además de mi cumpleaños, no lo creo —respondí y el recuerdo comenzó a tomar forma.

Escuché su suave risa y ambos nos miramos por el espejo retrovisor.

—¿Y ese no es motivo suficiente? —sonreí, pero algo más llamó nuestra atención: un par de idiotas que aún estaban en la calle a pesar de que el semáforo ya había cambiado. El auto de adelante apenas alcanzó a esquivarlos.

Abrí los ojos de golpe.

¿Los habíamos arrollado nosotros entonces? Mi corazón se aceleró. Oh, no. No, por favor, eso no.

El miedo y la angustia de pronto evaporaron la nube de aletargamiento que me dominaba y salí del auto.

Al instante deseé no haberlo hecho.

Sí, estaba sola. Tanto dentro como fuera del auto estaba sola.

Me sostuve de la puerta por un par de segundos, mientras miraba lo que había o, mejor dicho, lo no había a mi alrededor. La gente, los autos, el ruido. Nada, ya no había nada.

—¿Hola? —mi garganta seguía rasposa, pero eso no evitó que mi grito rebotara contra los edificios hasta perderse en el viento. También fue ahí que noté algo más: no había electricidad.

Todo estaba apagado, los espectaculares, semáforos y las luces de los locales. Rápidamente saqué el teléfono del bolsillo de mi saco, sin embargo, lo volví a guardar cuando no pude encenderlo. Con el auto pasó lo mismo, parecía que no tenía batería.

A ese punto, el pánico buscaba abrirse paso por mi sistema a empujones y rasguños. Lo sentía subir por mi garganta y pedirme que gritara, así que lo hice. Comencé a recorrer el paso de Shibuya al tiempo que gritaba por señales de vida. El sol caía a plomo sobre Tokio en ese momento y aproveché para adentrarme un poco en el metro. El suelo ahí estaba cubierto por panfletos publicitarios y basura que jamás me imaginé ver ahí. La gente aquí era extremadamente cuidadosa con los espacios públicos y el tema de la basura. No obstante, a juzgar por el desastre que era la estación del metro, parecía que el lugar llevaba abandonado algo de tiempo.

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