𝐃𝐞𝐜𝐢𝐦𝐨𝐭𝐞𝐫𝐜𝐞𝐫𝐨

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Disociación.

Recordaba haber leído en algún lado que la disociación se refiere a la separación de componentes de la experiencia y la conciencia; que puede manifestarse de diferentes formas, como la desconexión entre pensamientos, emociones y acciones, así como en la pérdida de memoria de eventos traumáticos.

Sin embargo, fuera de sentirse como un mecanismo de defensa frente a situaciones traumáticas o estresantes, la disociación me tenía encerrada en el jodido desastre que era mi cabeza, reviviendo una y otra vez el juego de las banderas y más mierdas que creía enterradas hacía mucho tiempo.

Sólo volvía a conectarme con la realidad cuando Niragi aparecía con comida para mí o llegaba ebrio por las noches y, después de su verborrea de murmullos furiosos que no alcanzaba a entender, me ponía el cañón de la metralleta contra la sien mientras yo fingía estar dormida.

Lo cual, para ser honestos, ya no provocaba nada en mí.

Los días avanzaban y las noches se diluían entre las grietas de mi mente.

No me importaba nada y tampoco estaba haciendo nada.

Las sábanas de la cama se enredaban en mi cuerpo y, una vez cuando Niragi me observaba engullir mecánicamente unos fideos instantáneos, la idea de terminar asfixiada "por accidente" con ellas me arrancó tal carcajada que el japonés me apuntó con la metralleta por instinto.

Un día, no sé si antes o después de eso (y seguramente aprovechando la ausencia de Niragi), Ann apareció para quitarme los puntos de la herida. Lo único que dijo fue que la cicatriz era tan delgada que desaparecería por completo en cuestión de meses.

Meses.

Pensar en el tiempo me ponía ansiosa.

Y Niragi, quien no había pasado ni una sola noche en la cama conmigo desde que me trajo, lo notó.

A menudo, cuando traía la comida y se quedaba para asegurarse de que me tragara hasta el último pedazo de verdura recocida, hablaba sobre los días de visa que él había acumulado y los comparaba con los míos que no hacían más que desvanecerse con cada anochecer. También mencionaba cosas sobre el tiempo que llevaba en este infierno y como parecía que todo el mundo había llegado en diferentes momentos, aunque lo último que todos recordábamos eran los fuegos artificiales.

—Tal vez estamos en coma —repetí lo mismo que le había dicho a Naoto.

—O en el purgatorio —respondió antes de arrebatarme el plato vacío y dejarme sola de nuevo.

Esa noche volvió ebrio, pero en lugar del arma puso su mano contra mi mejilla. El tacto era áspero, pero cálido. Demasiado pesado. Demasiado familiar.

Y no pude soportarlo.

—Niragi.

Mi voz pareció sobresaltarlo.

—¿Qué? —sus facciones estaban ocultas entre las sombras de la habitación.

—De haberme atrapado la otra noche, ¿en serio me habrías hecho daño?

—¿De qué hablas? —sus palabras se arrastraron con pesadez.

—De la noche en la que me perseguiste con los demás tipos en el auto. De la noche en la que trataste de dispararme.

—No sé a qué te refieres —negó con la cabeza.

Tragué saliva y se sintió como tragar ácido.

—Me llamaste corderito —susurré.

Y así como había llegado, se marchó.

Supongo que algo debía de obtener después de tanto tiempo encerrada en mi mente repasando recuerdo por recuerdo y uniendo puntos invisibles.

Niragi no volvió a la habitación durante un tiempo.

Sin embargo, la comida siguió apareciendo tres veces al día en manos de una chica (militar, obviamente) con chaleco antibalas y una enrome pistola guardada en el elástico de su bañador.

—Me ordenaron que me quedara para asegurar que de verdad te lo comas todo —contestó con arrogancia cuando la mandé al carajo.

—Claro, una medida muy inteligente si ignoramos el hecho de que aún puedo vomitarlo todo en cuanto te marches, niña tonta.

Por supuesto que la única tonta ahí fui yo, porque después de eso, la chica tuvo la nueva orden de quedarse un largo rato después de que terminaba de comer para cerciorarse de que no cometiera alguna estupidez.

El desagrado rápidamente se hizo mutuo.

Por lo general, ella se paseaba por la habitación, mirando las pocas pertenencias de Niragi como si fueran las cosas más interesantes del mundo hasta que se fastidiaba y comenzaba a molestarme a mí.

—No sé qué hace alguien como Niragi con alguien como tú. Eres tan estúpida y patética, siempre escondida en la cama sin ninguna gracia más que convertir el oxígeno en dióxido de carbono.

—¿Sabes? Yo me hago una pregunta parecida: qué tan imbécil y mediocre tiene que ser una persona como para que su tarea más importante del día sea venir a vigilar a alguien cuya única gracia es convertir el oxígeno en dióxido de carbono.

Niragi regresó poco después de eso.

Miré por la ventana y me di cuenta de que apenas anochecía. Quise preguntarle que lo traía de regreso tan temprano, pero el mero acto de pensar en abrir la boca para hablar me dejó exhausta.

Pero entonces me informó que ese día se terminaban mis días de visado y que debía salir a jugar. 

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