𝐃𝐞𝐜𝐢𝐦𝐨

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Niragi Suguru

Suguru detestaba la cafetería del instituto con cada fibra de su ser. Prefería pasar hambre a poner un pie dentro de ese lugar. Pero ya era jueves y llevaba sin comer desde la noche del martes. Su estómago se retorcía de dolor y se sentía mareado.

Beber agua ya no le funcionaba.

Así que, con todo el valor que pudo reunir, se decidió a entrar cuando la hora del almuerzo ya casi había terminado.

Pero...

Primer error: caminar apresurado con la cabeza gacha.

Segundo error: detenerse para disculparse con la chica a la que le derramó el jugo encima, en vez de huir y esconderse en algún rincón del mundo.

Y tercer error: ser Niragi Suguru.

En un abrir y cerrar de ojos, Sōta, Masaru y Takeshi, sus verdugos personales, ya lo tenían luchando por respirar en el suelo. Masaru le había propinado un golpe en el estómago como saludo, mientras que Sōta lo agarraba del cabello para evitar que se levantara.

—¿Sabes qué se hace con los puercos que no saben cuál es su lugar? —bromeó Takeshi mientras colocaba un pie sobre la cabeza de Suguru—. Se les ahoga en el barro.

Entre Takeshi y Sōta, estamparon la cara del chico contra el suelo con tanta violencia que sus gafas se hicieron añicos y los restos se le clavaron en el puente de la nariz cuando ambos japoneses restregaron su rostro por el charco de jugo derramado. Suguru hizo el amago de levantarse, pero Masaru le sujetó las manos en la espalda y le quitó cualquier oportunidad de huir.

A su alrededor, los demás se reían casi por costumbre. Escenas como aquella se repetían al menos tres veces por semana, ya fuera en el aula, el gimnasio o los pasillos.

Pero entonces se escuchó un golpe en seco y el bullicio se apagó instantáneamente.

Suguru sintió cómo Takeshi lo soltaba y Sōta aflojaba ligeramente el agarre en su cuello.

—¿Sabías que golpear a alguien más débil que tú es una excelente forma de demostrar tu cobardía? Oh, espera, claro que lo sabías.

Una chiquilla.

Con eso se encontró Suguru cuando alzó la vista, con una chiquilla delgada y de enormes ojos verdes que no debía pasar de los catorce años.

Takeshi se sobaba la parte trasera de la cabeza y Suguru reparó en la bandeja que sostenía la chica.

¿Acaso se había atrevido a...?

—¿Cobardía? No, esto no es cuestión de cobardía, niña estúpida, esto es sólo una forma de divertirme. ¿Acaso tienes algún problema con eso?

—Ay no, para nada. Yo voy repartiendo bandejazos por la vida por mero gusto —respondió sonriente.

Takeshi, desconcertado ante la insolencia de la chica, se acercó tratando de intimidarla. Sin embargo, la mirada firme de la joven desarmaba cualquier atisbo de miedo y la bandeja que sostenía en su mano temblaba ligeramente, como una señal sutil de que no dudaría en utilizarla otra vez si fuera necesario.

—¿Qué está pasando? El receso terminó. ¡Todos regresen a clase! —la voz de la prefecta sirvió como pesticida para que todos se esfumaran de la cafetería.

—No tienes idea de lo que acabas de hacer —dijo Takeshi al pasar junto a la chica y ella se limitó a soltar una risilla inocente.

El lugar se vació y Suguru tenía el corazón latiendo a tope en su pecho.

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