𝐃𝐞𝐜𝐢𝐦𝐨𝐪𝐮𝐢𝐧𝐭𝐨

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Fue un beso brusco.

Los labios de Niragi se movieron sobre los míos con avidez, mientras sus manos me sujetaban el rostro para evitar que me escapara del contacto, aunque yo ni siquiera lograba moverme. La sensación cálida de su boca se sentía tan familiar y tan extraña al mismo tiempo, que los recuerdos empezaron a agolparse frente a mis ojos.

De pronto ya no tenía 22 años ni a Niragi arrancándome la respiración, sino que volvía a tener catorce, el uniforme del instituto y los tímidos labios de Suguru contra los míos.

El aroma de los cerezos del parque flotaba entre nosotros y yo tenía miedo por razones muy distintas a las que me invadían ahora. Takeshi y Sōta le habían dado una paliza al chico después de clases y sus gafas desechas colgaban de una de sus manos. Él tendría 17 por aquel entonces y ambos estábamos dando nuestro primer beso. O, mejor dicho, yo nos estaba dando nuestro primer beso.

Su timidez siempre me había enternecido y su torpeza, propia de alguien que no convive mucho con seres del sexo opuesto, terminó por engancharme a ese chico que, a pesar de ser mayor que yo, se mostraba cohibido y sonrojado cada que establecía contacto visual con él.

—Tu familia no estará de acuerdo con lo que dices, apenas eres una niña —dijo Suguru con la vista clavada en el piso.

—¿Y? No te estoy pidiendo que nos casemos, sólo digo que me gustas, que me gustas como cualquier chica gusta de un chico mayor, apuesto e inteligente. Además, ¿mi familia qué tiene que ver en esto? Mi padre ni siquiera sabe que existes.

Bueno, en eso último sí que estaba equivocada.

—Tara... —pronunció mi nombre como una súplica.

—Suguru... —imité su tono y mi corazón se estrechó cuando vi que sus mejillas se enrojecían—, sólo mírame, por favor.

Sus ojos se posaron sobre los míos y un segundo después recayeron sobre mis labios. Yo tomé aquello como una señal para terminar con cualquier distancia entre nosotros.

Con cuidado de no lastimar el corte en sus labios, le di un beso suave y sonreí al sentirlo temblar. Volví a acercarme y ahora fue él quien se inclinó sobre mí, rodeando mi cintura con sus brazos e imprimiéndole un poco más de movimiento al beso.

—Ahora no habrá forma de que te deshagas de mí —murmuré en su boca.

—Jamás —apenas se alejó para tomar aire, regresó a mis labios—. Jamás.

Pero aquí estábamos, ocho años después, con los corazones desechos y con demasiados fantasmas entre nosotros.

Niragi me besaba como si se estuviera muriendo de hambre, había desesperación en su gesto y yo, aterrada de lo que aquello pudiera significar, se lo atribuí a la herida que le estaba robando la vida.

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