𝐂𝐮𝐚𝐫𝐭𝐨

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—Ya di que me odias.

—¿Disculpe?

—Que ya digas lo mucho que me odias. Anda, hazlo. Te doy permiso para que me eches en cara lo detestable e insoportable que soy.

—Y, ¿por qué haría eso?

—¿Que no es lo que quieres? Todo este tiempo has aguantado el trato de mierda que te doy sin dar tú la más mínima de las quejas. Es obvio que te has estado reprimiendo bastante para no meterme una bala en la boca.

Entonces sonrió. Por primera vez, me sonrió.

—Créame, señorita, que, si tuviera la oportunidad de poner algo en su boca, definitivamente no sería una bala.


Desperté con su nombre colgando de mis labios.

Pero él no acudió a mi llamado.

Por unos momentos, el torpor se asentó en mí como una tregua entre la realidad y el sueño. No sentía mi cuerpo y tampoco entendía porqué estaba sola en la oscuridad.

No recordaba nada. Mi mente era un pozo vacío del que no rescaté nada más que lejanos alaridos.

Pero quise moverme...

Y ahí se produjo el derrumbe.

Mi primera intención fue volarme la garganta de un disparo. Acabar justo como acabó él. Sin embargo, cuando tanteé el suelo en busca de la pistola y no encontré nada más que el maldito celular, comprendí que el suicidio era un acto de piedad que no me merecía.

Intenté gritar, pero tenía la garganta en carne viva y lo único que alcancé a emitir fue una exhalación rasposa que me dejó un regusto a sangre.

Él no está. Él no está. Él no está.

Ese pensamiento era un rugido que me embotaba los demás sentidos.

Él no está. Y es mi culpa.

Dejé de respirar.

Mi culpa.

El pecho me ardía.

Yo maté a Naoto.

El recuerdo de su cuerpo sin vida, de toda esa sangre aún cálida sobre la piedra de la plaza, me consumió por completo en la peor de las desesperaciones.

No podía seguir. El dolor, la culpa y la furia eran tan insoportables que creí que moriría ahí mismo, desgarrada por dentro.

De hecho, creo que tal vez eso fue lo que pasó. La parte que se aferraba a la realidad, la Tara que había intentado engañarse a sí misma con la idea de que todo era un sueño, era la que ahora se deslizaba lejos de la superficie; la que se hundía en una marea negra y se extinguía en medio del dolor.

Hubo un último sollozo.

Y después... nada.

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