𝐐𝐮𝐢𝐧𝐭𝐨

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[ɪ'ᴍ ᴛɪʀᴇᴅ • ʟᴀʙᴇʀɪɴᴛʜ & ᴢᴇɴᴅᴀʏᴀ]



Me miré las manos y advertí que, entre la capa de suciedad que las cubría, también había raspones y cortadas que seguramente necesitaban curarse. En el aire podía sentirse esa humedad que normalmente precede a la lluvia y recordé lo mucho que la señora Murakami disfrutaba de los días lluviosos. Ella había muerto hacia cinco años en un accidente aéreo cuando volvía a casa para mi cumpleaños.

Contuve la respiración para apagar la antigua sensación que se plantó en mi pecho y guardé las manos en los bolsillos de la chaqueta. La lluvia fue la que hizo que su avión cayera; la que lavó mis lagrimas durante su funeral y la misma que repiqueteaba sobre el auto cuando el señor Murakami dijo que me enviaría lejos porque ya no soportaba mi presencia.

No lo culpo por eso. Después de todo, la idea de adoptarme fue de ella.

Sentí un pinchazo en la sien derecha y me la presioné con la mano. No podía recordar en qué momento me había golpeado la cabeza, pero al dolerme así suponía que había sido grave. El mundo a mi alrededor se tambaleó de pronto y tuve que apoyarme en la pared para no caer. Tragué saliva y mi sistema nervioso se crispó otra vez. Un regusto a sangre me reafirmó lo que el dolor ya me había dicho: aún tenía la garganta en carne viva.

Inhalé con fuerza y percibí un débil aroma a tierra mojada; probablemente ya llovía en alguna parte de la ciudad. El cielo estaba encapotado, la luna apenas era una silueta emborronada en la cima. Los edificios se erguían como monstruos dormidos en la oscuridad y en el silencio sólo se percibía mi respiración. En ese momento aún no sabía si quedaban más personas en la ciudad, pero recuerdo estar segura de no querer toparme con ninguna en lo que me restaba de vida, lo cual, para variar, ya no sería mucho tiempo.

La herida que Akiro me había hecho con las tijeras ya no sangraba con la misma animosidad de antes, sin embargo, al igual que con mis manos, eso no quería decir que ya no necesitara tratarla, podía infectarse o volver a sangrar, quizás ambas si la suerte volteaba a verme.

Como quiera estaba exhausta; no me sentía capaz de hacer nada por mí misma. Tenía los brazos acalambrados y las piernas entumidas; no había dormido en el estricto sentido de la palabra y tampoco probado ningún alimento en más de veinticuatro horas. La sed era insufrible y estaba perdida en una zona de la ciudad que no conocía en lo absoluto.

Claro que todo eso sin contar el torbellino de pensamientos que me esforzaba por mantener al fondo de mi cabeza y la ansiedad que me devoraba los nervios por aún no haber encontrado nuestro auto tal y como él me lo había ordenado. Llevaba caminando desde el atardecer, pero parecía que cada paso que daba me alejaba todavía más de Shibuya.

Pensé en descansar, en hacerle caso a la molesta vocecilla que me decía desde adentro que parara con lo que fuera que estuviera haciendo y que ya no me hiciera daño. También me planteé la idea de buscar una farmacia o al menos algo de agua y comida; la de buscar un refugio; investigar qué había pasado con las personas; la de dejar de respirar tirándome desde la cima de uno de los edificios; ingerir aceite de auto; cortarme las venas...

Las ideas iban y venían cuando se zafaban de mi control y me empujaban con suavidad hacia el pozo de inconciencia del que apenas había despertado. Por eso, a pesar del aletargamiento que me nublaba los sentidos, no dejaba de caminar porque sólo el movimiento mantenía las piezas de mi cabeza juntas.

Eché un último vistazo hacia el cielo y me dispuse a reanudar mi marcha, cuando el rugido metálico de un par de motores irrumpió en medio del silencio.

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