CAPÍTULO UNO (MAGA)

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La palma de una mano anónima aterrizó directamente en mi nariz, provocándome un malhumor instantáneo.

¿Qué carajo pasó?

Retrocedí dos pasos y desenfundé mi pistola porque sea quien sea que me dio en la cara se merece un tiro en la rodilla -lo peor de todo es que era uno de mis compañeros, esa era la única posibilidad. No había otra forma de que alguien más supiera de mi ubicación en medio de esta abrumante y completa oscuridad.-

Pero no veo casi nada, mis reflejos están como adormecidos y de repente me siento muy poco confiada. Sigo retrocediendo hasta apoyar mi espalda contra la pared y comienzo a tomar largas y lentas -lentas- respiraciones.

Estoy ebria, estoy en medio de un allanamiento y estoy ebria.

Soy una imbécil con escaso autocontrol que no puede separar su alcoholismo del hecho de estar en un lugar con delincuentes a los que tiene que desarmar y evitar que escapen hasta que llegue el refuerzo.

-¿Dónde estás hijo de puta?- Traté de no alzar la voz. Pero mi enojo era completamente visceral.

-Soy yo, Maga.- Era Beanlort. Un compañero Inglés que estaba en Buenos Aires para romper las pelotas. Porque trabajaba en Ámsterdam pero se le ocurrió pasarse por la sede de Latinoamérica -nada más y nada menos que la argentina- de Delitos complejos y Crimen Organizado. Le intrigaba nuestro modo de abordaje, y sobre todo, la cultura delictiva de sudamérica.

Sentía la cara caliente de la bronca. Qué acento de mierda que tenía. Lo juro por dios, cuando estaba ebria se me hacía insoportable de escuchar -y eso que cuando bebía solía volverme más paciente y tolerante. Beanlort era la excepción-.

¿Por qué me golpeó?

¿Quiere sabotearme? ¿Quiere hacer el trabajo solo? ¿Tiene algo en contra de las mujeres trabajando en la fuerza? Mi cerebro alcoholizado elevaba con facilidad las razones más conflictivas que podían ocurrírsele.

-¿Por qué mierda me pegaste?

-Quería comprobar una cosa.

-¿Qué cosa?

-Tu alcohol en sangre.

Suspiré con fuerza y lo rastreé con el oído. En la delegación ya se hablaba de mis problemas con la bebida. Lo habían notado en las reuniones que celebrábamos de vez en cuando, en donde se me veía siempre con una botella cerca y con un vaso recién llenado, y se terminaba de confirmar cuando abría la boca y mis palabras salían arrastradas y sin ganas.

-Tomé una latita antes de que me llamasen. No estoy tan mal. La próxima vez, ¿por qué mejor no me lo preguntás?

-Porque de todas formas tenía ganas de golpearte la cara. Estás algo pasada y es obvio. La vas a cagar.

Crucé el pasillo a oscuras y me puse a escuchar al otro lado de la habitación. Estaban con la máquina de contar billetes y moviendo algo en el piso. Dentro de un minuto tenía que patear la puerta. Estaba segura de que no serían más de cuatro personas.

-Dios. Si hay algo que tenes que hacer es cubrirme, no ponerme de malhumor.- Le susurré a distancia.- Igual te entiendo. Yo también me golpearía, creo.

-Maga, ¿estás segura de entrar?- Se me acercó mientras desenfundaba la Glock y esperaba el momento.

Sonreí aunque no pudiese verlo.

-No es la primera ni la peor vez que trabajo así. Confía en mí.

Contó hasta tres con los dedos y antes de que yo patease la cerradura me hizo a un lado y le disparó. Volví a suspirar con fuerza pero ignoré cualquier indignación y lo seguí mientras le gritamos a los tres boludos adentro de la oficina que se tirasen al piso.

Me acerqué al que se encontraba en el lado izquierdo del cuarto y lo revisé.

-Nada.

El tipo que estaba justo al lado de la puerta, al que más sorprendimos, era el único armado. Bean le sacó la pistola y lo tiró al piso.

-¿Quién de ustedes es Gustavo?- Volví a hablar. Gustavo suspiró y levantó la mano. Era el tipo que acababa de revisar; pelado, con barba y camisa blanca. Unos treinta y tantos. Su rostro resignado no se dignaba a mirarme a los ojos. Mejor para mí.

Le puse a Gustavo las esposas y le pateé la rodilla para que se sentara en el piso de una vez.

Bean hizo lo mismo con el suyo y yo terminé con el del medio que estaba al lado de los billetes, sentado y con miedo.

Seguro era su contador o algo por el estilo.

Miré la máquina. Iba por los cinco mil dólares. Todo eso era nuestro. -Mentira. Era una idea con la que me gustaba fantasear cuando tenía algo así frente a mis ojos-.

-Maga.

Miré a mi compañero que me indicó que revisara el resto de las instalaciones.

Me encontraba más despierta ahora con la luz y -sin querer darle crédito al idiota- después de ese golpe rejuvenecedor en el medio de la cara. Abrí la única puerta en la habitación además de la que usamos para entrar. Había muchísimas cajas de telgopor blancas y embaladas. Ni un ser humano.

Las cargas eran de vacunas, pero las vacunas eran de Morfina diluida lista para repartirse por el conurbano a precio popular. Se me hacía agua la boca. Pero eso no lo podíamos tocar.
Ya lo había intentado, reiteradas veces. Pero las consecuencias no valían la pena, ni siquiera para un adicto.

Volví con mis nuevos amigos y esperamos a Joaquín que venía con el camión.

Salí del cuarto para abrir la entrada de vehículos y una camioneta azul se metió enseguida iluminando por unos segundos el espacio oscuro que no supe ver unos minutos atrás.

Estaba casi vacío, así que no me perdí de nada excepto de ver venir la mano de Beanlort hacia mi cara. Ya tenía que olvidarme de eso.

Me toqué la nariz y noté que estaba inflamada y mojada.

Ahogué un grito. Todos vieron que mi nariz sangraba y nadie me avisó.

Metieron a los tipos en la parte de atrás y Joaquín se los llevó a la comisaría. A partir de ahí ellos no eran nuestra responsabilidad. Nunca lo fueron, pero como acá nadie se hacía cargo...

Esperé a que mi compañero caminase hacia mí y le pegué en el pecho.

-Dame un pañuelo aunque sea.- Dije con una mano en el medio de mi cara, de repente algo avergonzada.

-Se me fue la mano.- Me guiñó un ojo y yo lo miré con la cara más estúpida que me salió. Igual nos reímos.- Andate a tu casa.

No rechisté. Me quería ir y terminar el pack de seis latas que tenía en la heladera -ahora sólo con dos, porque obviamente mentí cuando dije que había tomado una. Pero yo tenía ya mucha tolerancia con la bebida, así que cuatro latas eran técnicamente como una lata.- y escuchar algo de post-punk ruso hasta olvidarme de lo poco de decencia que me quedaba.

TODO LO QUE HICE MALDonde viven las historias. Descúbrelo ahora