CAPÍTULO CUATRO (TYLER)

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CAPÍTULO CUATRO (TYLER)

Por las mañanas podía pasar hasta treinta minutos mirando por la ventana que estaba al fondo de mi monoambiente sin que transcurriese por mi mente ni un solo pensamiento, ni una imagen, ni una palabra. Apenas pestañeaba, de hecho.

Me quedaba mirando un punto fijo sin verlo realmente, desenfocando la mirada y volviéndola a enfocar involuntariamente; y luego volcaba agua caliente en el mate, sorbía un par de veces y volvía a mirar hacia afuera.

La ventana estaba a la altura de mis hombros -estando sentado-. Cubría el largo de la pared casi por completo, y no porque fuese una ventana realmente grande, sino porque el ancho de mi apartamento era anormalmente pequeño -tanto así que apenas cabía la cama de dos plazas y todo debía acomodarse cual tetrix contra una misma pared para poder caminar normalmente-, a excepción del espacio de la entrada, con la cocina a su derecha y el baño escondido a la izquierda.

Yo me sentaba en la pequeña mesa de madera sin barnizar, pegada a la pared de la ventana y observaba el tránsito y los comercios lúgubres de la calle, algunos estancados en décadas pasadas, sin cuidado, sin color ni atractivo.

Pero a mí me resultaba en aquellas horas el paisaje más interesante que hubiese presenciado nunca, me abstraía en cualquier idiotez todo el tiempo que le tomase a mi cerebro recapacitar y darse cuenta de que ya no estábamos durmiendo, que ya no soñábamos, y estábamos vivos. El mate ayudaba, pero requería ser paciente.

Y en esos momentos, paciencia era todo lo que poseía. O quizá no, quizá simplemente nada sentía en esos momentos y por ello era que mi cabeza no arrancaba, porque nada en mí lo hacía realmente.

El agua casi hirviendo con gusto a yerba despertaba poco a poco mi alma, el calor inundaba mi cuerpo y me resultaba instantáneamente reconfortante.

Y después sonaba el teléfono. Siempre sonaba el teléfono. Porque siempre había alguien que podía romperme las pelotas, no importaba cómo.

Podía ser del trabajo, pero estábamos en período de hibernación -por lo menos nuestro equipo; porque el de arriba seguro estaba trabajando más que nunca, buscando nuevas locaciones, estableciendo vínculos más seguros y revisando posibles y anteriores fallas en la movida-, y eso era casi como unas vacaciones improvisadas que podían llegar a interrumpirse pero que lo más probable era que no lo hiciesen hasta por lo menos una semana o diez días.

El número era desconocido, como la mayoría de las veces. No porque hubiese gente al azar llamándome, sino porque normalmente no me gastaba en ponerle nombre a ningún número. Tenía que cambiar de teléfono de vez en cuando, así que jamás llegaba a personalizar mucho ninguno. Ni hablar de que nombres junto con números eran información regalada; y yo podía ser lento para ciertas cosas, pero no era imbécil.

-Hola.

-Hola buen día, ¿Hablo con Tyler Da Silva, hijo de Martha?

Se me paró el corazón el instante después de que el nombre de mi vieja saliera por el altavoz, desde una voz desconocida.

Se murió. O estaba muy mal. No se me ocurrían otras razones por las que alguien cuya voz no reconocía me llamase por un tema relacionado a mi mamá, salvo algo ya grave y -probablemente- sin solución.

-Sí.- Contesté sin ánimo en mi voz.- ¿Qué pasó?

-Mira, te llamo porque tu vieja me pasó tu contacto hace rato y necesitamos que alguien salde la deuda del alquiler que tiene hace ya tres meses. No tiene con qué pagar y por ahora no vemos la forma de desalojarla sin dejarla en la calle.

Suspiré, alejando el teléfono de mi cara. No sentía particularmente alivio, sino el cambio de un tipo de tensión a otra. Cargar con las cagadas de mi vieja no era algo nuevo en mi vida, pero al alejarme de ella suponía que iba a solucionar este asunto. Sin embargo, encontraba cómo romperme las pelotas a distancia. Y siempre era a mí.

TODO LO QUE HICE MALDonde viven las historias. Descúbrelo ahora