CAPITULO NUEVE (MAGA)

60 1 0
                                    

La lluvia caía de a pequeñas gotitas que eran arrastradas por el viento. Desde la ventana de mi balcón, sentada en mi reposera, observé durante casi toda la tarde a la gente pasar con y sin paraguas, los autos ir y venir cubiertos de agua, y la calle debajo de mi edificio completamente mojada y oscura. Por alguna razón, este tipo de días elevaban mi estado de ánimo. De chica, decía que era porque “el cielo me comprendía”. Ahora, sabiendo lo estúpido que eso sonaba, admito que simplemente me gustan los días así porque me daban la excusa perfecta para no salir de mi casa. Todo se veía impecable y limpio.

Estaba tomando mate mientras escribía estupideces en mi cuaderno. Tyler Da Silva me había dejado de regalo tres gramos de porro –sí; así como así- y aún me quedaban algunos pedacitos a pesar de mi pésima administración. Hoy era el día perfecto para terminar de consumirlos. Podría pasarme horas enteras junto al balcón, con la puerta corrediza ligeramente abierta para escuchar a los autos pisar el asfalto mojado, y sentir el aire fresco y húmedo de una lluvia de fines de verano. 

Obviamente si no estuviera algo drogada, me hubiera aburrido de ver siempre lo mismo hace quizá ya una hora. Pero ya había adoptado aquél rincón como el designado por ese día. Allí leí, comí, fumé, vi cosas graciosas en el teléfono y escribí durante horas. Hacía semanas que no llovía, y lo había esperado demasiado tiempo como para no quedarme a su lado durante lo que durase el encanto.

Tomé aire por la nariz e inhalé de aquella brisa fría y limpia que entraba y aterrizaba justo en mi rostro. Bajé la mirada hacia la hoja en mi cuaderno.

“No sé exactamente cuánto ha pasado desde mi último sueño; me siento seca y triste. Vacío se encuentra el tarro del cual tomaba monedas.

Ya no suena ninguna canción.

Y el sol volvió a salir –va, más o menos-; y yo observo de un lado a otro mientras continúa el ciclo, como debe hacerlo. Y me reconforta saber que, aunque el mundo de uno caiga, todo a su alrededor puede sostenerse exactamente igual y seguir su ritmo. Y así te quita ciertas presiones.  

Podes tirarte a un lado del camino, exhausto, mientras el resto de tus compañeros siguen, ocupan el espacio hasta que te sientas con ganas de reclamarlo nuevamente. Y así se maneja la historia. 

Yo estoy sentada, seca y triste, a un costado. Sin parpadear –o haciéndolo, pero no mucho, sin querer recordar lo que es cerrar los ojos-, y observo –pasiva, expectante-. Adoro observar, no importa cuán seca y triste, no importa el silencio frío de fondo. Hay tanto alrededor. A veces demasiado. 

Y el observador capta lo que se escapa, lo que resbala, lo que quiere camuflarse. El observador oportunista toma lo que nota que ha caído hace rato, lo dejado de lado. Lo aprovecha. Ríe ante lo absurdo, ríe ante la miseria, ante lo incómodo, lo sucio, lo increíblemente tosco de la escena.

<<Qué maravilloso es el caos organizado>>, piensa mientras respira y trata de identificar los desagradables pero deleitantes olores. 

<<Qué perfecto es el barullo, qué preciosa que es la mugre>>. 

Es toda una construcción, ¿sabes? Puede causarte mucho asco estar sentado acá, o podes querer estar horas y horas en el mismo ángulo. Perspectivas, nada más. 

Mientras tanto me causa placer la expresión de displacer en los demás. Porque pienso que es simplemente costumbre, ya ni siquiera una elección, y no hay consciencia de ello. Pero se traspasa a su sentir, y luego a su vivir. Y así nos diferenciamos. Y no me agrada su miseria, sólo lo que representa la expresión de sus caras cuando piensan que nadie los ve.

Pero siempre está el observador.

Donde nadie voltea, ahí se encuentra. Plácido, expectante, oportuno.”

TODO LO QUE HICE MALDonde viven las historias. Descúbrelo ahora