Estabas guardando tus cosas en tu bolsa luego de por fin despedir al último niño cuando su madre vino a recogerlo en la salida, cuando la puerta del salón fue tocada, girándote rápidamente para ver de quién se trataba.
—Adelante.—Murmuraste en respuesta y lo primero que viste fue como tu novio asomó la mitad de su rostro, con un gesto apenado.—Oh, ¿Qué haces aquí?
—Yo... vine a recogerte.—Asintió, pero parecía más como si tratara de convencerme a sí mismo que la verdad.
Entrecerraste tus ojos, observándolo a detalle.—¿Por qué no entras por completo? ¿Me estás ocultando algo?
Después de un momento que pareció una eternidad, soltó un suspiro pesado y entró por completo, revelando una ligera cortada sobre su ceja y un par de rasguños en su mejilla. A decir verdad, no te sorprendiste tanto, siendo tu novio un boxeador en ascenso y acostumbrabas verlo en esas condiciones luego de sus duros entrenamientos cuando solían exigirle demasiado y luego se enfrentaban con personas con muchos años arriba del ring. Tu novio no era inexperto, pero tampoco era un dios en el boxeo que pueda atajar un buen golpe todo el tiempo.
—¿Debo de preguntar siquiera cómo lograste salir herido?—Volviste a sacar tus cosas de la bolsa, buscando una de tus famosas curitas entre las pertenencias.
—Ya sabes, otro día de mucho entrenamiento.—Se encogió de hombros, cerrando la puerta detrás suyo y caminando hasta a ti. Cuando estuvo a tu lado, rodeó tu cintura con un brazo y mostró una pequeña sonrisa en su rostro.—Pero nada que tú no puedas arreglar.
Negaste divertida y señalaste que tomara asiento en la silla de tu escritorio, escogiendo que estampado estaría en su rostro ahora.
—¿Quieres uno de ranitas o uno de hongos?
Rodó los ojos, pero sabías que a él le gustaban esas curitas. De hecho, las habías comprado especialmente para él.—De ranitas.
Reíste por su tono y luego te colocaste frente suyo, quedando entre el hueco de sus piernas y sentiste sus manos vagando a la altura de tus caderas. En tus manos disponías ya de un algodón humedecido con alcohol, y acostumbrado al proceso, no se inmutó cuando sintió la frialdad del algodón contra su piel, solo siguió aferrando sus manos en tu cuerpo.
—¿Qué pensarán de mí cuando me vean saliendo de aquí con un curita de ranitas?—Cuestionó, frunciendo el ceño como si ello le disgustara.
—Perfectamente podías esperar para estar en casa, deja de hacerte el malo estando conmigo y deja que pueda colocar el curita.—Mordiste tu labio en concentración y con delicadeza ejerciste leve presión, satisfecha de que hubiera quedado bien.—Listo, niño grande. Te portaste bien, ¿Debería de darte una estrellita? Tengo una dorada aún, también tengo rojas y verde.—Te seguiste burlando, sacando la pequeña caja donde guardabas las estrellitas cuando tus niños se portaban bien.
Eras maestra de preescolar, por lo que todo lo que disponías de material infantil era para los niños que veías todos los días. Amabas poder convivir con ellos, además de conocer a sus padres y crear una convivencia pacífica y que todos adoraran. Claro, lo ideal era usar tus materiales con los niños, pero había mucha ocasiones en los que el hombre que tenías en frente se comportaba como un niño y exigía los mismos tratos que les dabas a tus niños.
Y aunque muchas veces negaba que le gustaba relucir las curitas de colores o cualquier cosa que pareciera infantil, en la soledad de su hogar y en medio de los abrazos y besos, confesaba que eran su parte favorita después de salir de un largo y agotador entrenamiento.
Así que después de llegar a casa, tener una linda cena donde compartieron como les fue en sus respectivas actividades fuera de casa, limpiaron todo y se alistaron para dormir. Y en medio de la oscura habitación, abrazados y acomodados al lado del otro, decidieron dormir ya que el día siguiente parecía tan agotador como el que habían pasado.
