Prólogo

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Cuando llegué al aeropuerto, sentí cómo mis pasos se ralentizaban, cómo el tiempo empezaba a cambiar su habitual prisa por esa lentitud que caracteriza ciertos momentos de nuestra vida. Vi cómo las personas a mi alrededor caminaban más despacio y cómo el mundo parecía grabado a cámara lenta. No era un sentimiento extraño; lo había experimentado varias veces, pero en ese momento fui consciente de que el instante en el que pisé ese suelo los escondería todos a su sombra, haciendo que se borraran por la falta de luz. Supe que cada vez que recordara ese momento, la sensación de lentitud que se apoderó de mí en ese aeropuerto volvería a mi cuerpo de forma tan vívida que lo sentiría todo de nuevo. Absolutamente todo.

Y supe que ese era uno de los momentos más importantes de mi vida. Y no me gustó nada, porque me iba. Me iba de verdad.

Avancé sin avanzar del todo, a ese paso lento que el mundo había adoptado, con ese color lúgubre y oscuro que parecía un filtro adherido a mi mirada, con esa sensación de que todo iba demasiado deprisa y a la vez demasiado despacio.

Me senté en uno de las decenas de asientos que ocupaban aquella sección del aeropuerto, junto a una señora leyendo y un hombre que charlaba con sus hijos. Estaba rodeada de gente, el aeropuerto estaba lleno y una masa de personas desaparecía en un vuelo al instante en que otra llegaba para ocupar su sitio. Y, a pesar de la multitud que me rodeaba, me sentí más sola que nunca. Sobretodo mucho más después de haberme sentido arropada durante los últimos meses, porque me había acostumbrado al calor y me quitaron la manta demasiado pronto. Me dejó desprotegida al viento frío de un verano que parecía invierno.

Durante el tiempo que pasé esperando el despegue de mi vuelo, lo único que hice fue desear que el tiempo volviera a su rumbo habitual, que las agujas del reloj giraran más deprisa. O, al menos, eso es en lo que me hubiera gustado concentrarme, porque todo lo demás dolía demasiado como para querer recordarlo. Pero se me olvidó que no controlamos lo que pensamos, y mi estúpida cabeza tenía otros planes para mí.

Sin poder evitarlo, empecé a recordar todos los momentos que había vivido ese verano, y mi mente lo representó como si de una película se tratase. Vi todas las imágenes que había presenciado durante los últimos meses, y, por un instante, pensé que lo estaba viviendo todo de nuevo, porque tenía los sentimientos tan a flor de piel que los recuerdos se sentían en presente. Pero entonces me di cuenta de algo, y es que lo estaba viendo todo desde otros ojos. En un tercer plano. Desde otro punto de vista. Y entonces fui tan consciente de todos los errores que había cometido que las lágrimas que me había prometido no derramar, porque ya demasiadas había perdido, formaron una cascada en mi piel y marcaron mis mejillas a fuego.

Por un instante, pensé que era el destino. Que yo estaba destinada a acabar así, que mi vida simplemente siguió el camino que se le había marcado y que no podía hacer nada para evitarlo. Pero entonces recordé que yo no creía en el destino, y que mi mente solo había querido quitarse parte de culpa para que el pecho me doliera menos y las lágrimas no supieran tanto a veneno. Porque el destino era simplemente eso, algo para intentar justificar nuestros errores y poder culpar a otro de nuestras decisiones erróneas para sentirnos menos culpables. Yo nunca había creído en él, y no iba a empezar ahora.

Yo era de las que afrontaban las situaciones, plantaban cara a los problemas y admitían sus errores. Y admití los míos, pero había demasiados como para afrontarlos todos, así que me hundí en mi asiento y seguí llorando en silencio. Porque el vacío en el pecho me impedía ser valiente, porque las cicatrices de mi corazón escocían y no me dejaban defenderme.

Puede que no creyera en el destino, pero sí en la casualidad. Una vez leí en un libro algo llamado la casualidad de la casualidad, y es cuando parece que el universo se pone de acuerdo para que todo pase de cierta manera. Y también me gustaba creer en el karma, porque me parecía que no valía la pena vivir en un mundo donde los malos no fueran castigados y los buenos no fueran recompensados. Así que, en ese momento, cuando unos nubarrones grises me cubrieron el pensamiento, conseguí creer que, quizás, todo lo que me había pasado había sido una mezcla extraña y muy inoportuna de esas dos cosas. Que el conjunto de decisiones que había tomado durante los últimos meses, y, puede que, durante toda mi vida, me habían llevado inevitablemente hasta este momento, con mi total y completa responsabilidad y culpa de por medio, a lo que además se le añadían las leyes del karma, que me castigaban por todos los errores que había cometido y todo el daño que había hecho, que había sido mucho.

Y me pareció bien y mal a la vez. Porque, como creo que ya dije alguna vez, los humanos estamos hechos para contradecirnos, y yo era una contradicción muy humana.

Perdida en los caminos de mis pensamientos, que se habían convertido en un bosque espeso y laberíntico, el altavoz que anunciaba mi vuelo no pudo sino sobresaltarme. Me sacó de mi abstracción al instante y me levanté tan rápido que me mareé por culpa del aturdimiento y las lágrimas, que me habían dejado el alma rota y los ojos enrojecidos.

Me dirigí hacia la puerta que me tocaba, pero aunque mi cuerpo avanzaba a ritmo lento, mi mente seguía evadiéndose de la realidad y perdiéndose en recuerdos que necesitaba pero rechazaba en mi memoria porque eran demasiado densos para nadar en ellos pero lo suficientemente líquidos como para ahogarse en su agua. Y es que, una parte de mí no quería irse. Esa parte, además muy grande, gritaba que diera la vuelta y solucionara las cosas antes de irme. Que debía de haber otra forma. Que no podía terminar así. Que no podíamos terminar así. Y esa parte, llamada corazón, golpeaba mi pecho con tanta fuerza que estuve a escasos movimientos de caer al suelo. Un par de personas me preguntaron si estaba bien, porque mi piel pálida y la humedad de mis ojos no delataban nada bueno, además de la tristeza que atravesaba mi piel, visible a todos los ojos. Pero los latidos de aquel órgano, destruido y reconstruido ya demasiadas veces, eran tan fuertes que a penas conseguía escuchar nada más.

Y luego estaba el cerebro, que me aconsejaba que siguiera andando y cogiera el vuelo que me llevaría lejos de aquí, separándome, por lo tanto, de todos mis problemas. Aunque los dos sabíamos que no era cierto, que mis problemas no se solucionarían tan rápido como me gustaría y que sufriría muchísimo después de aterrizar. Pero eran las consecuencias de aquel verano, completamente inevitables.

Así que, por una vez en mi vida, decidí hacer lo correcto y escuché al cerebro, porque por lo menos este no dolía.

En ese momento, mi mente decidió jugarme una mala pasada, y, sin quererlo, recordé lo que había sucedido ayer y lo que le siguió esta mañana. Me sentí tan impotente al tener que aceptar que no podía cambiar el pasado que no pude reprimir los sollozos y me tapé la boca con la mano para no alertar a la multitud que me rodeaba. Así ellos no podrían escuchar los errores en forma de llanto que había ido acumulando y ahora eran demasiados para mantenerlos dentro de mí. Y me fallaron las piernas. Y me costó respirar. Y sentí que me ahogaba.

Cuando subí al avión, no pude evitar pensar que estaba rota, que sería incapaz de volver a conjugar el verbo amar, preguntándome si de verdad alguna vez lo había hecho. O, por lo menos, si lo había hecho bien. Pensé que el concepto del amor que todos teníamos en nuestras cabezas estaba equivocado, que solo era una invención de las novelas románticas y las películas de Disney. Que no era real, que era una mera ilusión. Pensé que haber amado y perdido no era mejor que no haber amado nunca. Y pensé que, a pesar de sentir que quería desaparecer de este mundo y perderme en la oscuridad del hueco que mi corazón vacío había dejado, me lo merecía. Que era lo correcto.

Dejar Roma ese día fue una de las decisiones más difíciles de mi vida. Pero dejarlo a él junto a la ciudad había sido mucho peor.

Y el vuelo despegó.

Las consecuencias de un nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora