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Los días en Lecce fueron maravillosos. Si Roma era absolutamente impresionante, Lecce era más modesto pero con un encanto especial, acogedor y cercano. También poseía esa chispa de magia que caracterizaba el país y las semanas que pasamos allí brilló en su mayor esplendor.

El día siguiente al que llegamos, ya recuperados del largo viaje y con ganas de recorrer la ciudad, salimos a hacer turismo. Bueno, yo hacía turismo y Alan me servía de guía. Él se había criado en esa ciudad y, como era lógico, conocía a la perfección sus calles y sus secretos. Tenía muchísimas ganas de explorar la ciudad junto a él. Quería conocer el sitio donde había crecido, quería que me enseñara el lugar exacto donde había sido feliz por primera vez, donde había llorado hasta que se le acabaron las lágrimas, donde se había roto un hueso en alguna caída desafortunada o donde había visto el mar por primera vez. Quería conocer a fondo las calles de Lecce a través de los ojos de Alan y poder vivir de sus recuerdos tan solo por unos días.

Lo primero que aprendí paseando por Lecce es que era una ciudad imprevisible. Había zonas que parecían ancladas décadas atrás en el tiempo, totalmente decadentes, y de repente podías encontrarte con un palacio majestuoso, un teatro romano, un restaurante moderno o una iglesia acogedora. Descubrí al instante que Lecce era un mundo dentro de sus paredes, un mundo muy bonito.

Cuando salimos el primer día y mi mirada empezó a perderse por los rincones de la ciudad, Alan me contó un poco sobre ella.

—Muchos la llaman La Florencia del Sur o La Capital del Barroco. Aquí el barroco se expresa de una manera única. Las decoraciones enriquecen los edificios con colores fuertes de la Pietra Lecce; piedra calcárea con colores blancos y dorados.

Me encantaba escucharlo hablar sobre su ciudad. Bueno, en realidad me encantaba escucharlo hablar en general, de lo que fuera, pues podría explicarme cómo se monta un mueble o la historia más apasionante que jamás se haya contado y lo miraría igual de embobada en ambas ocasiones. Pero cuando tocaba ciertos temas, escucharlo se convertía en una tarea apasionante. Los ojos le brillaban y su tono de voz se volvía alterado y poderoso. Casi podía sentir las mariposas revolviéndose nerviosas por su cuerpo. Y cuando hablaba de Lecce, podría cerrar los ojos y escucharlo en bucle durante toda la eternidad, porque su voz desprendía vida, pasión, ganas de comerse el mundo. Y los fuegos artificiales de sus ojos explotaban con fuerza y color, y se me hacía imposible apartar la mirada de ellos. Eran impresionantes.

—El estilo barroco —continuó, sin advertir mi mirada de adoración— se difundió en Lecce durante la dominación española, sustituyendo al arte clásico y creando un estilo que dejaba más espació a la imaginación de los artistas.

A medida que avanzábamos iba contándome más cosas. Parecía experto en el tema y me alegró que pareciera tan feliz explicándome cosas sobre su ciudad natal.

Sabíamos que con dos semanas nos sobraba tiempo para visitarlo todo, así que nos lo tomamos con calma. Según Alan, Lecce tenía más de cuarenta iglesias y casi un centenar de palacios, todos concentrados en el laberinto de callejuelas de su casco histórico amurallado. Obviamente, no pudimos verlos todos, pero sí los más relevantes o bonitos.

Pasamos innumerables horas paseando por el casco antiguo, y es que era impresionante. El barroco estaba tan presente en sus paredes que a veces daba la impresión de que los años habían retrocedido en el tiempo y el ahora que nos rodeaba se encontraba décadas atrás. Era como vivir en un libro de historia, como pasear por las calles de una Italia antigua.

Una de mis cosas favoritas fue el anfiteatro romano de Lecce, situado en la Piazza SantOronzo. Fuimos a verlo por la tarde, cuando el cielo estaba pasando del azul al naranja para volverse negro. Me impresionó su aparición, porque, aunque Alan me había dicho que íbamos a verlo, la verdad es que me pilló por sorpresa. Caminabas por las calles de Lecce, entrabas en una plaza grande y bonita y te encontrabas de frente con el anfiteatro. Poder observarlo de esa forma, con el cielo cambiando de color acompañado de la luz de un sol tenue que iba desapareciendo por momentos y la sorpresa que me dio la magnitud del monumento ante el que nos encontrábamos me encogió el corazón. Me sentí invencible durante unos instantes, infinita.

Las consecuencias de un nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora