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Su mesa estaba cubierta con una sombrilla que lo tapaba del sol. Vestía unos vaqueros oscuros y una camiseta azul celeste que contrastaba con sus ojos. Sus manos, decoradas con un par de anillos, sujetaban un libro pequeño pero bastante grueso, y su pelo rubio seguía tan encantadoramente despeinado como la última vez que lo había visto. Sus facciones marcadas y sus labios finos no habían cambiado en absoluto. Encima de su mesa había un café y media napolitana.

Tan guapo y elegante como siempre.

Mi primera reacción, a parte de pararme en seco como una estúpida y dejar de respirar durante unos instantes, fue entrecerrar los ojos para intentar verlo mejor y convencerme de que no era él, de que era imposible, de que las casualidades tan grandes no existían. Sin embargo, solo conseguí convencerme de lo contrario. A pesar de la distancia, era, de forma indiscutible, Alan. Mi Alan. Su postura, su estilo, su mirada. ¡Joder, si hasta estaba leyendo un libro!, y me hubiera apostado la mano a que era un clásico. Era él. No me lo podía creer.

Para mi suerte o desgracia, sus ojos estaban perdidos entre las páginas, inmersos fuera de la realidad, y no me había visto.

En ese momento sentí una ola de emociones tan diversas que me quedé paralizada en medio de la plaza. No sabía qué hacer, no sabía qué sentir.

Entonces, antes de que me diera cuenta de lo que estaba haciendo, me encontré caminando hacia él. Cuando fui consciente, no sabía si lo que iba a hacer estaba bien, si era lo que quería o si era la peor decisión de mi vida, pero, de todas formas, ya era demasiado tarde para frenar. Ya estaba al lado de su mesa. No supe en qué momento decidí que iba a acercarme, pero hay impulsos que no se pueden reprimir, que el cerebro no es capaz de negarle al corazón. Y ese hizo que el mío aumentara sus pulsaciones hasta no permitirme escuchar nada más que sus latidos. Y supe que de haberlo meditado más hubiera hecho lo mismo. Porque era Alan Martinelli, no podía tenerlo delante y evitar que mi corazón dejase de latir para después acelerar su ritmo casi frenéticamente.

No notó mi presencia, y no sé por qué pensé que levantaría la cabeza sin necesidad de utilizar palabras. Tal vez era que tenía miedo de intentar reunir la suficiente fuerza de voluntad para hablar primero.

—Alan —dije en un hilo de voz.

Entonces, antes de levantar la cabeza, vi un atisbo de confusión en su expresión. Frunció el ceño y tardó un par de segundos en dedicarme su mirada. Había reconocido mi voz.

Cuando sus ojos se cruzaron con los míos por primera vez después de casi un año, sentí cómo el tiempo borraba los meses y de verdad pensé que no había pasado ni un solo día desde que lo había visto mirarme así, como solo él podía hacerlo.

Me dio un vuelco el corazón y casi me atraganté con mi propia saliva. Un millón de mariposas desplegaron sus alas en mi estómago y casi podía escuchar el revoloteo de sus cuerpos instándome a recortar la distancia que nos separaba. Sentí que las agujas del reloj dejaban de girar, que la Tierra se paraba de golpe, que el universo nos envolvía por completo, que el sol de Roma brillaba con más intensidad solo para nosotros, que las estrellas de sus ojos oscuros me iluminaban de nuevo.

Y no sé por qué me afectó tanto si se suponía que era yo la que me había acercado, la que sabía qué estaba haciendo; pero supongo que nunca estamos preparados para mirar a los ojos a alguien que hemos querido tanto, sobre todo si creíamos que lo habíamos perdido.

Ahora que lo podía observar más de cerca, fui consciente de lo poco que había cambiado. Su cabello dorado seguía brillando y viéndose ligeramente despeinado; sus facciones marcadas, su nariz recta y sus labios finos no se habían alterado en absoluto; sus ojos oscuros poseían la misma chispa que cuando los vi por última vez, y me hacían sentir vulnerable y poderosa a partes iguales; y su forma de mirarme desprendía la calidez que solía transmitirme seguridad cuando más lo necesitaba.

Las consecuencias de un nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora