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Casi tres meses antes

Llegué a casa arrastrando los pies y con ganas de tirarme en la cama y no levantarme en un par de días. Hibernar hasta que los efectos secundarios del curso desaparecieran de mi cuerpo cansado. Estaba agotada, sobre todo a causa de los nervios que había tenido que afrontar esta mañana intentando no desmayarme, lo que, por cierto, había sido una tarea muy difícil. A penas había dormido esa noche y me moría de ganas por engancharme a la cama y dejar que el sueño se apoderara de mí.

Pero, a pesar de eso, estaba muy feliz. Atravesé el salón con una sonrisa, y, cuando vi a mis padres sentados en el sofá, mirándome sin saber si preguntar-me o no, les anuncié:

—¡Me ha salido genial!

Sí, el último examen de selectividad que me quedaba, para el que me había estado preparando todo el curso, me había salido muy bien. La verdad es que todos me habían salido bastante bien. Y yo no podía estar más feliz.

Al instante, mis padres se levantaron del sofá, se miraron el uno al otro con los ojos muy abiertos, me miraron a mí, sonrieron ampliamente y corrieron a abrazarme. Me recogieron entre sus brazos y me aplastaron con sus cuerpos, pero no me importó demasiado. Podía sentir sus sonrisas sin verlas, porque sabía que eran iguales o más grandes que la que tenía yo impresa en mis labios.

Cuando nos separamos, unos minutos más tarde del tiempo que duraría un abrazo normal, mi madre soltó un grito agudo y se puso a dar saltitios mientras mi padre se reía.

—¡No me puedo creer que hayas aprobado!

—Mamá, todavía no me han dado las notas, solo he dicho que me ha salido bien. Y gracias por tanta confianza, por cierto. Además, lo que importa en selectividad no es aprobar, es sacar una nota alta —respondí poniendo los ojos en blanco.

La verdad es que no había pensado decírselo así. Tengo bastante mala suerte, y lo que me faltaba en ese momento era gafar las notas de los exámenes diciendo que me habían salido genial. Mi plan era contestar con un bien escueto y sin extenderme mucho más para no crear unas expectativas que quizás no se cumplirían el día que me dieran los resultados. Pero llevaba todo el camino reteniendo una emoción que solo había compartido con Paula y que necesitaba gritar a los cuatro vientos o me ahogaría. Así que, cuando entré al salón sin poder borrar la sonrisa que hasta me dolía de llevarla tanto tiempo, no pude reprimirme.

Pero soy gafe por naturaleza, así que tampoco importaba demasiado.

—¡Eso es lo de menos! ¡Si dices que te han salido de maravilla, será porque tienes razón, que los exámenes los has hecho tú!

Volví a poner los ojos en blanco, sin poder evitar que una pequeña sonrisa asomase de mis labios, y miré a mi padre para que le explicara a mamá que no porque yo pensara que me habían salido bien iba a sacar las mejores notas de la clase, que seguro era lo que ella estaba pensando, porque su carácter melodramático era bastante predecible. Pero mi padre no me devolvió la mirada cómplice que solíamos compartir, y, en lugar de eso, siguió con la vista clavada en mi madre, las comisuras de sus labios formaron exactamente la misma sonrisa que tenía ella, y, en un grito, exclamó:

—¡Nuestra hija es un genio!

Madre mía.

Mis padres parecían niños de cinco años y yo era la persona más madura de esta habitación, aunque las otras dos que la ocupaban me llevaran más de treinta años cada una. No pude hacer nada más que ponerme la mano en el puente de la nariz y empezar a reír con fuerza.

—¿Por qué hacéis tanto ruido? —dijo una voz dulce y aguda a nuestra izquierda.

Cuando me giré, Sofía estaba de pie a un lado de la puerta, con el ceño fruncido y un peluche de Mickey Mouse entre sus manos.

Las consecuencias de un nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora