Prólogo.

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El Canario amarillo.

Una tarde primaveral, mientras estaba sentada en el sofás de madera acolchado con cojines color sepia para dos personas, sintiendo los pequeños rayos de sol sobre mi piel, dejándola coger las vitaminas que el astro le aportaba, y, la suave brisa jugaba con mi pelo y las hojas de los árboles del bosque tras la casa, yo, terminaba la lectura de la obra de teatro de Valle-Inclán luces de bohemia.

Este autor, adelantado a su tiempo, que inauguró su propio género teatral: el esperpento, con el borracho diciendo ¡cráneo privilegiado! terminaba esta obra crítica de la sociedad de la época. Enamorada de otra obra de teatro más dejé el libro, cuidadosamente, sobre los cojines sepias del sofá de madera, justo junto a mí. Me dedique a observar a mi alrededor, y ya que estaba, y sin nada mejor que hacer, a reflexionar sobre mí.

Desde la terraza de la pequeña casa de mis padres, en aquel pueblecillo español perdido en alguna parte de la meseta central, donde viví durante algo más de diecinueve años, pude ver como en el cielo, ya algo oscurecido, el sol se escondía, como los arboles de aquel pequeño bosque, con ayuda de la brisa primaveral, hacían mover lentamente sus ramas y sus hojas sonar.

Mientras observaba aquel paisaje, ya muy conocido por mis ojos, un pequeño y tímido canto capturó mi atención. Mi cabeza se giró y mis ojos pudieron observar aquel canario amarillo de plumas brillantes como el oro y garganta musical, el cual, mi padre, mantenía en esa jaula azul, tal vez para poder disfrutar de la melodía que salía de su pico. El frágil animal saltaba en el interior de su jaula de palo a palo, dando lo que parecía un pequeño vuelo y haciendo paradas en su columpio, aparentemente feliz.

Ese día de primavera me di cuenta, mientras miraba el pequeño canario que estuvo ahí  colgado por cinco años y al que nunca preste atención, que éramos muy parecidos. Los dos encerrados en nuestras jaulas, la suya de finos barrotes azules colgada en la pared de la mía de ladrillos y cemento.

Los dos sin poder ver más allá de los árboles del bosque junto a la terraza, en la cual, pasábamos las horas, sabiendo que el cielo azul sobre nosotros es amplio, queriendo conocerlo, pero permaneciendo en nuestras jaulas mientras jugamos a ser felices. Ninguno de los dos teníamos ninguna intención de luchar por salir de ellas.

Él saltaba, daba diminutos vuelos y dejaba que su canto saliera de su garganta. Yo leía obras de teatro y obsercaba el bosque cambiar de colores a lo largo del año.

Y así pasaban nuestros días, solos, en nuestras jaulas, de las que no intentamos salir por ser débiles, si somos débiles, somos pequeños y muy débiles, necesitamos la seguridad de nuestras jaulas, necesitamos que nos cuiden. No sabemos cuidarnos solos, y no sabemos porque nada más nacer  nos encerraron  en nuestras jaulas, con la intención de que fuera eso lo único que conociéramos.

Yo no quería ser como ese pequeño canario del plumaje del color del  oro, el cual no tenía otra opción que quedarse en su jaula si quería sobrevivir. Yo quería ser como los pájaros del bosque, que vuelan sin nadie que se lo niegue, sin nadie que les diga dónde ir.

Yo como ellos hacen, quería conocer el mundo, elegir el sitio donde vivir, donde morir, elegir como vivir y sobre todo, quería ser libre, quería permitirle  a mi cuerpo volar tan alto como mi mente lo hacía. Pero la realidad era otra, yo no era libre, yo vivía encerrada en mi jaula siendo lo suficiente débil como para dejar de sobrevivir y empezar a vivir. Yo era como el canario amarillo de plumas brillantes como el oro y garganta musical.

Libérame.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora