Capítulo: 2

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Acción de gracias.



Quedaban unos tres días para acción de gracias. En la universidad, mis compañeros estaban emocionados. Algunos no podrían ir a casa con sus familias y lo pasarían con sus amigos, otros volverían a casa, estarían con sus familias. Yo no lo haría, no tenía ningún lugar al que volver.

Estos días, cuando caminaba por los pasillos de la universidad, podía escuchar a alumnos y profesores hablar sobre sus acciones de gracias pasadas y sobre sus planes para esta que estaba por llegar. Todos la celebrarían, yo no. Y no era algo que me hiciera sentir mal, nunca lo había celebrado, en España no se celebra, y uno no echa de menos lo que nunca ha tenido.

También por las calles de la ciudad se podía escuchar cómo la gente hablaba de la cercana fiesta. Yo no hablaba con nadie sobre ella, no tenía a nadie con quien hacerlo.

La ciudad seguía siendo fría, no había vuelto a nevar, cosa que a mí, me venía bien, no era fan de la nieve, dificulta el tráfico y tu paso. Te hundes cuando la pisas, esta fría y moja. No le veía nada interesante.

A pesar el frio, de la prisa que llevan las personas en esa ciudad y el aire contaminado, me gustaba pasear por Manhattan. Caminar entre los altos edificios, sintiéndome diminuta, sin ser vista por quienes pasan con prisa por mi lado.

También me gustaba estar en el puerto. ¡Me encanta el olor a mar! Allí el aire está limpio puedes ver los barcos y sientes la brisa fría jugar con tu pelo. Es un buen lugar para cerrar los ojos mientas el olor a mar invade tus fosas nasales y el sonido del mismo entra en tus oídos.

Otro lugar que me gusta de esta ciudad es la isla donde se encuentra la estatua de la libertad. Podía pasar horas allí, leyendo o estudiando, cerca de esa enorme mujer, con el sonido y el olor del mar relajándome.

Pero apenas tenía tiempo para disfrutar de esos lugares, me pasaba el día en la universidad o trabajando, sirviendo mesas en una cafetería-lugar de comida rápida de Bronx.

Mi lugar de trabajo no era un lugar bonito. Era pequeño, la puerta de entrada era de madera, con un cristal te dejaba ver el interior desde fuera y el exterior desde dentro. En el interior, colgaba sobre la puerta un llamador, los pequeños tubos de metal que colgaban de él estaban un poco oxidados en su final, como la bola entre ellos. Pero realiza bien su trabajo, sonaba cuando alguien abría o cerraba la puerta, como esta, que chirria.

En el lado frente la puerta está la barra de madera vieja, y frente a ella taburetes  clavados al suelo de azulejos blanco sucio. Los forros burdeos de los taburetes están algo rotos, te dejaban ver la espuma amarilla y desgastada que en algún tiempo escondió. Junto a la barra estaban los baños, un poco sucios y muy pequeños, y el despacho de mi jefe,

El resto del lugar está lleno de mesas rectangulares de la misma madera vieja que la barra con pequeños sillones en sus laterales más largos, en los que también se puede ver la espuma, porque el forro similar al de los taburetes te dejaba.

Mi compañera de trabajo era una rubia teñida con las tetas pegadas a la garganta y más maquillaje que pelos en su cabeza. Su trabajo consistía, prácticamente, en atraer clientela masculina, enseñando sus pechos y sus piernas. Solo serbia  a aquellos clientes del sexo masculino jóvenes y muy guapos.

Mi jefe era un aficionado a la cerveza y a los cigarrillos, tenia cuarenta años, una barriga considerable y poco pelo en lo alto de su cabeza. Llegué a pensar que vivía en su despacho, solo salía de allí para echarnos alguna bronca.

Natacha era la cocinera tenia cincuenta y ocho años y solía estar siempre en la cocina. Me hablaba mucho de su nieto y a veces me traía tapes de comida porque decía que estaba muy delgada.

Libérame.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora