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Izuku había sido chantajeado para que cometiera el crimen más suicida que pudiera imaginar, y la culpa era toda suya.


Saber esto no arreglaba nada. El sentido común, el gusto y la sensibilidad habrían brillado por su ausencia.


Seamos francos, ¿qué había hecho? Había echado un vistazo a una cara bonita y olvidado todo lo que le había enseñado su madre sobre supervivencia. Lo había arrastrado con tal fuerza que también habría podido ponerse un arma en la cabeza y apretar el gatillo. Solo que no tenía ninguna arma porque no le gustaban. Además, apretar un gatillo era bastante definitivo. En todo caso, él sujeto tenía problemas con el compromiso y él estaba ya tan malditamente muerto de todos modos, así que para que molestarse.


Un claxon de un taxi sonaba. En Tokio el sonido era tan habitual que nadie hacía caso, pero esta vez le hizo pegar un salto. Lanzó una mirada atrás por encima de una encorvada espalda.


Lo había echado a perder todo. Estaría huyendo el resto de su vida, los quince minutos o así que le quedasen, gracias a su conducta estúpida y al idiota de su ex, que la había jodido tan soberanamente que ahora él no podía quitarse la sensación de cuchillada en la boca del estómago.


Se metió a tropezones en una calle llena de basura donde había un restaurante chino. Quitó el tapón de una botella de agua de litro y se tragó la mitad, con una mano plana abierta en la pared de cemento mientras miraba el tráfico en la acera. El vapor de la cocina del restaurante lo envolvía con sus intensos aromas a pimienta roja y soja de las salsas, que cubrían la podredumbre de un contenedor cercano y los acres gases de los tubos de escape.


La gente de la calle, impulsada por fuerzas internas mientras embestía por la acera y gritaba por el móvil, tenía el aspecto más o menos de siempre. Unos cuantos murmuraban para sí mientras revolvían en los cubos de basura y observaban el mundo con ojos cautelosos. Todo parecía normal. ¿Hasta aquí bien?


Acababa de cometer el crimen tras una larga semana de pesadilla. Le había robado algo a una de las criaturas más peligrosas de la Tierra, un ser tan temible que solo imaginarlo daba más miedo que cualquier otra cosa que pudiera encontrarse en la vida real. Ahora casi había acabado. Dos paradas más, otra reunión con el imbécil, y luego ya podría llorar durante, pongamos, un par de días mientras decidía adónde corría a esconderse.


Con esta idea en la cabeza, echó a andar hasta llegar al Distrito Mágico. Situado al este del Distrito de la Ropa y al norte del Barrio Chino, el Distrito Mágico de Tokio era conocido a veces como el Caldero. Comprendía varias manzanas que bullían de luz y energías oscuras.


El Caldero exhibía anuncios de «No se admiten reclamaciones» como la capa de satén de un boxeador. La zona tenía edificios de varias plantas con quioscos y negocios que ofrecían lecturas de tarot, consultas parapsicológicas, fetiches, hechizos, productos al por menor y al por mayor, importaciones, mercancías falsas y artículos mágicos terriblemente reales. Incluso a distancia, la zona era una agresión para sus sentidos.


Llegó a una tienda situada en la frontera del distrito. La fachada estaba pintada de verde salvia, con las molduras de la puerta y las ventanas de vidrio cilindrado de un amarillo pálido. Dio un paso atrás para mirar arriba. Sobre la ventana delantera, se leía DIVINUS, escrito con letras sencillas de metal pulido. Años atrás, su madre había comprado de vez en cuando hechizos a la bruja de esa tienda. El jefe de Izuku, Shota Aizawa, también había mencionado que la bruja atesoraba uno de los mayores talentos mágicos que él hubiera visto jamás en un ser humano.


Izuku se miró en el escaparate. Su borroso reflejo le devolvió la mirada, un joven cansado, de complexión más bien delgada y pose juguetona, con rasgos tensos y una enmarañada y revuelta melena de un verdoso claro. Atisbó más allá de su imagen, al interior en sombras.

Dragon Bound [Katsudeku]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora