1-La catira

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El suelo emanaba calor de tantas pisadas que lo hacían más plano, el resoplido de la gente nublaba el aire de ese vaporcito humano lleno de café y mal aliento mañanero, y aun así, la rubia se arrebujaba en su grueso abrigo de algodón que le había obsequiado su hermana mayor. Caminó hasta una estación de metro y a empujones logró ingresar a un apretado vagón. Ese cajón metálico iba repleto de personas apuradas y emperifolladas con sus uniformes y ropas casuales para ir a trabajar, pero la pequeña muchacha no tenía el mismo destino. Ella iba a su primer día de universidad.

La chica viajó desde su pequeña isla Nueva Esparta hacia la capital de Venezuela, Caracas, a estudiar arquitectura en una prestigiosa universidad privada, en la que había ganado una beca gracias al inconmensurable esfuerzo que realizó en sus últimos años escolares; y, no siendo suficiente, logró aplicar para un trabajo dentro de la universidad, en una moderna cafetería de las tantas que había en el campus.

La chiquilla se aferró muy fuerte al tibio y resbaladizo tubo y allí permaneció, rígida y nerviosa, esperando que la vocecita robótica del sistema Metro le avisara de su estación, pero lo que había olvidado es que era la última, y así como entró, así la bajaron, a empujones.

Una vez en el andén, siguió a la muchedumbre para tomar su siguiente tren, que la acercaría un poco más a su soñada universidad. Y al salir de ese laberinto subterráneo, tomó una gran bocanada de aire y se acomodó los cabellos dorados detrás de sus orejas, mientras observaba cuán rápido iban todos. Trató de apurar su paso para acoplarse al resto y esperó el transporte privado de la institución que la llevaría, por fin, a la universidad.

El autobús identificado con un enorme rotulado con el emblema de la universidad se acercó vacío hasta su parada y el chófer abrió sus puertas para que subiera parte del futuro de la nación, futuros abogados, comunicadores sociales, economistas, y arquitectos.

Aquella universidad elitista estaba un poco retirada del poblado urbanismo capitalino. En el paisaje arbolado que se mostraba por la ventana, la muchacha percibía el bus subiendo la cúspide del cerro, y cuando no hubo más por ver, un enorme y robusto arco de ladrillos describía el nombre de la institución en macizas letras doradas.

Al bajarse con el resto de los estudiantes, vio a sus compañeros andando hacia las edificaciones tan rápido como los latidos le golpeaban en el pecho, y observó con alegre emoción aquellos edificios con años de sabiduría, risas y estrés, que serían su hogar por los siguientes cinco años. Y fue imposible que pasaran desapercibidos aquellos autos de lujo último modelo que iban entrando y acomodándose en los puestos libres del parqueadero. La rubia pensó «Esa gente tiene mucho dinero» y se limitó a mirar a aquel muchacho que bajaba de un brillante auto convertible rojo, vestido como lo haría un famoso modelo de revista y que seguramente llevaba una vida similar. Y más adelante, de una camioneta de tono blanco perlado, bajaba una chica también rubia, «la típica rubia plástica», pensó la joven. Le fue imposible obviar los tacones aguja, el vestidito ceñido y los enormes pechos queriendo escapar del escote. La chica resopló, pues no era ese tipo de persona que vestía con ropa de marca y se veía elegante. Nada de eso. Ella era bastante sencilla, no vestía harapos, pero su ropa, que alguna vez fue cara y muy bonita, ahora lucía desteñida y pasada de moda, pero a ella le gustaba verla como vintage y hasta algo hippie.

La chica anduvo con una sonrisa nerviosa en su rostro y con los grandes ojos castaños muy abiertos, mirando y detallando todo, y observó que muchos estudiantes se veían tan comunes y grises como ella, con su mochila al hombro y la sencillez brillando en sus caras lavadas.

Los edificios se abrían paso ante la calzada, con sus grandes ventanales, las sólidas columnas y el característico y verdoso césped en derredor que parecía salirse de las fotografías por Internet. La chiquilla, con su smartphone en mano, revisó una vez más su horario y buscó el bloque de su facultad, Arquitectura, y caminó con pavor al sentirse desorientada en ese nuevo mundo. Sus pies tremularon cuando siguió el sendero de cemento, pero no le costó mucho dar con el edificio de su carrera y pronto ubicó su respectiva aula, donde ya estaban algunos estudiantes ocupando los puestos del medio del salón.

Dos CorazonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora