11-Paseo

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El rubio bad boy llevó a la chiquilla a su residencia, no faltaba mucho para las siete de la noche y la rubia estaba consciente que él debía irse a trabajar. Habían pasado un día distinto, no dentro del círculo de lo convencional, pero quitando el horrible momento del centro comercial, lograron conocer un poco más de ambos.

—Gracias por el día tan… diferente —murmuró ella con una suerte de sonrisa y trató de bajar del auto del barbado, pero como al mediodía, se encontró con la puerta cerrada—. Quita el seguro, por favor.

—No me besaste cuando subiste, debo cobrar mi cuota.

—Qué atorrante eres… —largó la muchacha con un suspiro.

—Pero me sigues tratando y consintiendo.

Indira lo observó con una mezcla de desespero y confusión, y es que no podía pelearle eso. Ella pudo haberlo apartado desde el día en que amaneció en su cama, y día tras día, le aceptaba sus atenciones y disfrutaba de ellas aunque no había momento juntos en que estuviesen de acuerdo en algo.

—N-no sé decirte que no —musitó ella.

—¡Ja! —soltó el rubio y se pasó el pulgar por la boca—. Nos vemos.

La muchacha se sintió inferior, débil y frágil, esa amarga carcajada del rubio la entendió como una clara burla ante su confesión. Ella pensó que tal vez Eduardo la veía como algo más, y que sus atenciones no eran solo para que se revolcaran. ¿O sí? ¿Y la laptop? ¿Y el pago por los trabajos que ella le hacía? ¿Y la ropa que le regaló? ¿Tan dominada quería tenerla?

La joven se sintió abrumada y apenas escuchó el clac del seguro, bajó corriendo del convertible, subió el pórtico y entró a la residencia con el pecho cargado de dudas. Escuchó el timbre de su celular y solo pensó en Eduardo y lo confirmó al mirar la pantalla. Le colgó la llamada y al instante volvió a timbrar.

—¿Qué quieres? —contestó al celular mientras subía las escaleras al segundo piso, donde estaba su habitación. 

—Vuelve.

—N-no voy a estar haciendo todo lo que digas —chilló con rabia la muchacha. Metió la llave en la puerta y entró a su espacio privado. 

—Entonces dime cuál es tu habitación y yo entro.

—¿Quién te crees tú? ¡Ubícate! 

Escuchó ruido en la línea del celular y se dijo «este idiota me va a colgar», así que ella colgó primero. Dejó su carterita guindada en el pomo de la puerta y se sacó los tenis. Sacudió su cabello y buscó un chocolate en su buró, que destapó y le dio un mordisco como si se tratara de la cabeza del fastidioso Eduardo y ella fuese un tiburón. Siguió degustando su dulce, y comenzó a sentirse más calmada, hasta que escuchó unos alaridos afuera, muy insistentes. Se asomó al pasillo de las habitaciones y volvió a escuchar el grito.

—¡Indiiiraaaaa!

La muchacha corrió descalza hacia las escaleras y bajó apresurada. En la salita de la residencia vio a Eduardo fúrico aguantando escobazos de la casera, y la muchacha, que se vio vacilando entre las risas y la sorpresa, intercedió por él. 

—Muchachita, ¡primera y última vez que sucede esto! —rezongó la casera.

—¡Lo lamento! Señora Nancy, no volverá a ocurrir, es que él…

—Y aquí no se aceptan visitas de novios ¿oyó? —cortó la señora—. Y menos estos peludos comegato, parece satánico y todo… —protestó la señora y el muchacho la miró con ganas de ahorcarla.

—¡Pero es que él no es mi…! —saltó la chiquilla. 

—Señora, yo a usted no le estoy faltando el respeto —interrumpió el rubio—, haga el favor de mantener la compostura y la distancia porque si no… —farfulló, con el gesto serio. 

Dos CorazonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora