21-Epílogo

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Veinticuatro de diciembre

Diez con treinta de la noche.

El aire era frío y la noche oscura. Tan oscura como era lo usual para esa hora, pero una brillante luna de plata ayudaba a iluminar las calles de Caracas junto con los pocos postes con halos amarillentos que aún se mantenían de pie realizando su función.

Era raro que estuviese en la calle a esa hora. En su estómago había un nudo que, según su perspectiva, le abultaba el vientre. Tal vez un poco de miedo, y otro poco de nerviosismo, aunque no debía sentir miedo. Y no es que lo padeciera como tal, porque estaba completamente convencida de que nada malo le ocurriría por estar a esas horas en la calle.

Tampoco estaba en la calle.

Todo se movía muy rápido a través de la ventanilla del auto. Y las alegres gaitas zulianas ambientaban cada cuadra de las calles. Con aderezos de risas y uno que otro estallido de los fuegos artificiales que chispeaban de luminiscente escarcha el ébano del cielo.

-Te veo nerviosa -comentó su acompañante al volante.

-U-un poco. Es que... No sé. Es mi primera navidad sin mi hermana.

-Irene también debe sentirse extraña sin ti. ¿Quieres llamarla? -propuso con amabilidad.

-Ya hablé con ella temprano.

-La llamas de nuevo cuando lleguemos.

-No creo que sea necesario... -murmuró ella, con la cabeza inclinada al frente.

-Lo es si eso te ayuda a estar calmada. La llamas cuando lleguemos. Así ella sabe dónde y con quién estás.

-Bueno -asintió y sonrió.

El trayecto ya le era conocido. La avenida con aires de autopista y las suaves cuestas que elevaban el asfalto ya no era una ruta poco transitada en su vida. Tenía poco más de un mes repasando esas calles bordadas por árboles libres y pasto descuidado. Pero esa noche, el júbilo se respiraba. Las calles olían a guisos y amor familiar. A tradición y hermandad. Y la jovencita estaba muy agradecida de no pasar esos días festivos sola.

Llegaron a la quinta de dos plantas, adornada con luces doradas y guirnaldas rojas con piñas doradas de pino colgando del centro. Lazos bien esponjados y gordos y un muñeco de Papá Noel en la entrada de la vivienda.

El muchacho dejó el auto estacionado afuera del garaje y entró a la casa junto con Indira. Ella se embelesó por el delicioso aroma de... ¿Qué sería? No lo identificó, pero supo que era algo horneado. Sonaba un aguinaldo muy bonito que a ella le gustaba, el que decía «Pescador embustero que sales en navidad y te vas pa'la Restinga a tomarte una botella con una sirena linda, con una sirena bella». La tarareó siguiendo la melodía con la curva de sus caderas y se detuvo avergonzada cuando el señor Armando salió del interior de la casa para saludarla. Le dio un beso y un ligero abrazo que ella correspondió, con más confianza que antes.

Y es que sus visitas se tornaron constantes porque la cercanía entre su hijo y ella se acrecentó luego de unos meses de separación. Meses en los que ella, sola y sin más que conocidos que le dejó el trabajo de la cafetería, logró ingresar a la Universidad Central de Venezuela y hacer la equivalencia de varias materias aprobadas, y así cursar la misma carrera.

Durante esos meses quiso contactar a Eduardo, pero él, ignorando cualquier necesidad o interés que ella pudiese tener para buscarlo, solo le respondía con un mensaje o frase de «Vamos a Lechería», y ella se negó y desistió en buscarlo.

Sin embargo, una mañana, decidió decirle «Sí» y asumir los riesgos sin temor. Y desde ese día su vida cambió. Y ahora se hallaba de pie, en el bonito recibidor de esa preciosa y cálida casa que olía a hogar. A familia y a amor. La señora Gabriela no demoró en apersonarse y la saludó con mucho cariño. La elogió al verla tan femenina con un suéter beige tejido y una falda tableada de su color favorito. La muchacha le devolvió el halago, que también se veía elegante a pesar del delantal que le cubría el vestido azul índigo. Supuso que ella era la responsable de tan delicioso olor proveniente de la cocina, y no temió expresarlo.

Dos CorazonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora