16-Verdades

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Caracas no era una ciudad particularmente fría. Tenía un clima bastante templado, en realidad. Estando en el valle de una montaña se posicionaba como un vistoso y espectacular pesebre desde el Ávila guardián, cerro emblemático de la capital, o desde un avión que sobrevuele por el manto azul. Sin embargo, a Indira le embargó el cuerpo un funesto frío tan rápido como sus ojos reconocieron a Viktor junto a otra mujer, ambos de pie frente a la puerta de la casa de la familia de Eduardo.

Sí. El mismo profesor de matemáticas con el que ella salía. O salió. Ya ni siquiera conocía el estatus de esa relación. Viktor la observó con el rostro desencajado, sorprendido, anonadado. Ella sintió como él le escarbaba en las ropas prestadas, y sus ojos cada vez demoraban más en retornar a su pequeña cara a punto de desbaratarse de miedo. Es que esa casa no era lugar para la chiquilla rubia, pero tampoco era lugar para Viktor. ¿Qué hacía allí?

A la rubia le bastó una milésima de segundo entender que desde ese instante su vida iba a cambiar drásticamente.

O tal vez solo estaba exagerando.

Nerviosa... ¿Nerviosa? ¡Aterrada! Indira estaba aterrada, las piernas le temblaron y sintió sus rodillas rechinar cuando se posicionó detrás del rubio, quien con aversión, saludó a Viktor con un vago y desinteresado movimiento de mentón; y al lado del ojizarco le sonreía la chica bella, que no era simplemente bella, parecía sacada de una revista europea. Ésta iba a saludarlo con un beso en la mejilla, pero Eduardo, con antipatía y odiosidad la esquivó y la miró con irritación.

—Vikson... Hola, veo que sigo siendo non grata.

Hasta su voz era preciosa, dulce y agradable.

—Me sorprende que te sorprenda —opinó el rubio, un poco desdeñoso.

¿Vikson? ¿Quién era Vikson? ¿Por qué lo llamó Vikson?

Los latidos en el pecho de Indira se descontrolaron demasiado, una locomotora iba más lento que el pulso de esa flacucha muchacha. Indira se sintió muy confundida, y tocó a Eduardo de manera inadvertida, y él volteó y ella sintió doloroso el pequeño roce.

—Indira, de todos los lugares de Caracas, en el que menos pensaba verte era aquí —comentó Viktor con extrañeza.

Su voz se apagó, su lengua se hizo pesada y no pudo pronunciar palabra alguna. Lo único que podía controlar de su cuerpo en ese momento eran sus ojos, que veloces iban y volvían entre Viktor y la muchacha de larga cabellera chocolate a su lado. Su belleza se veía muy trabajada, como si tuviese mucho maquillaje que le matificara el tono de piel, y hasta el rosa pálido de sus labios se veía artificial. Era una muchacha muy bella, pero a su vez se notaba falsa y tan dañina como el plástico en el mar.

—Armando salió con mi madre —informó el rubio y les dio espacio para que entraran a la casa—, espérenlos si quieren.

—Pues, tocará —respondió la castaña. Su voz sonó hastiada.

—Vamos arriba —murmuró el rubio hacia la chiquilla blonda.

Ella, de nuevo trabada en miles de preguntas, logró asentir con dificultad. Sus ojos no creían lo que veía, su mente no asimilaba qué estaba ocurriendo. Ella subió un escalón y Viktor la llamó, algo urgido, como solía mostrarse él.

—Mi amor, deja a la novia de tu hermano, como que se siente mal... —siseó la castaña.

—Cállate —ordenó Viktor, serio.

La rubia sintió que sobraba en ese lugar, que no pertenecía a nada de lo que la rodeaba y tuvo el afán de salir de allí, de no ver a esa confianzuda mujer desconocida que hablaba con tanta cizaña, que destilaba veneno. Se percibió atada y ahogada en una roca de mentiras que se hundió más abajo de la Fosa de las Marianas y que por más que nadara, buscando aire y tierra, se quedaría al fondo, inerte. Ella apretó los puños y de su interior revuelto, sacó fuerza para terminar de subir las escaleras.

Dos CorazonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora