12-Confusión

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Eduardo salió de la universidad como el alma más pecadora que llevaba el diablo. No se detuvo en nimiedades como ir al baño o chequear que hubiese guardado su lapicera. Esa mañana la rubia lo tomó por sorpresa con sus reclamos, y lo dejó knock out cuando lo fue a buscar al comedor de la feria.

—¿Por qué lo haces, Indira? —se dijo mientras conducía—. Me has aguantado en mi modo más fastidioso e irritante, y aún así eres tan buena para irme a buscar porque me quedé frito en la mesa. ¿Será lástima? ¿A qué juegas? Si el que jugaba era yo.

Continuó conduciendo por la autopista, analizando que, en todo ese juego de niños, de besos y provocaciones, de miradas fijas y otras esquivas, el que iba perdiendo era él. No estaba enamorado, eso era casi imposible en alguien tan cerrado como él. Pero le gustaba su presencia, y su sonrisa, y su mirada, y su cara... ¡Y todo de ella! Y le fascinaba hacerla enojar, y verla resoplar como una caricaturesca ardilla que no lograba alcanzar su avellana.

—Tendré que esforzarme en no sacarla de quicio —se dijo, a modo de llamado de atención—. Porque no tengo claro contra quién compito. No creo que sea Viktor... Él no es tan imbécil para salir con una estudiante, ni ella tan arriesgada para colgarse en esa soga.

El trayecto se desapareció como polvo en la arena y llegó a su casa con deseos de que su mente se apagara un momento, para luego poder encontrarle un sentido más lógico a todos esos retazos de sentimientos mal expresados.

En su casa no se topó con su madre ni con el señor que en realidad era su padre. Así que de la entrada casi se teletransportó a su habitación, con unos vagos saludos a las señoras de servicio.

Durmió como una roca, y a eso de las seis se despertó para navegar en sus lagunas de pensamientos. No fue mucho lo que permaneció en ellas, porque una sola idea iba cogiendo cuerpo y dejando huellas fulgurantes en ese pozo de claroscuros. El muchacho buscó su celular, y siendo tan impulsivo como lo era en esos momentos poco lúcidos, le escribió a la víctima de sus juegos.

—¿Estás saliendo con Viktor?

—¿Cuál Viktor?

—El profesor Viktor Franco, creo que es el único Viktor con ka que conocemos.

—No. No salgo con él. Y si así fuera, ¿qué?

El gruñido de rabia le nació como la lava siendo expulsada de un volcán.

—Somos amigos, ¿no? Me importa.

—Despreocúpate, querido amigo :)

«Maldita sea» pensó. Y en un santiamén se cambió y salió a trotar por el conjunto residencial, con sus audífonos puestos y su celular pegado al brazo. Salió bufando de ira y maldiciendo tras cada zancada que lo alejaba más de su casa. Pero la conversación de WhatsApp se quedó con él, se le había grabado a fuego en la mente, y desconoció ese Eduardo tan preocupado por esos insignificantes asuntos del corazón.

—Cuando pensé que ya no sentía, llega ella a desorganizarme el poquísimo orden que logré en este tiempo...

Mantuvo su trote por varias cuadras y lo aligeró para atender una llamada entrante.

—Aló.

—Mira carajito, ¿tú crees que te mandas solo?

Le costó reconocer la voz, y pensó en tres insultos diferentes en poquísimo tiempo, pero cayó en cuenta de quién era.

—Hey, Alonso. Claro que me mando solo. ¿Qué más?

—¿No vas a venir al gym?

—No, estoy trotando por aquí mismo —contestó un poco agitado.

Dos CorazonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora