«¿Dónde me siento? ¿Dónde?».
Indira paseó la vista por todas las mesas de la feria de comida, y justo esa mañana que ella había decidido desayunar en la universidad, estaban ocupadas. Chicas que parecían actrices y muchachos bien parecidos eran los que acaparaban las mesas, para charlar y tomarse fotografías. Y la pobre y hambrienta chica no hallaba dónde sentarse. Su bandeja se tambaleó un poco cuando caminó y vio características conocidas entre tanta cara bonita. Vio el despeinado cabello dorado y la estampa de bad boy fue distinguible, aunque estuviese de espaldas.
Deslizó sus tenis, tratando de recordar el nombre que el joven escribió en el taller y se detuvo al lado de la mesa del muchacho malhumorado con el que la emparejó el profesor de matemáticas. Respiró profundo y logró soltar varias palabras.
—Hola, Eduardo. ¿Puedo sentarme aquí? Todo está muy lleno.
Eduardo la escaneó con sus azules ojos y le señaló la silla del frente, en la que Indira se sentó de inmediato, porque sintió incomodidad ante la fija mirada del muchacho. Le detalló la tupida barba, como la de un leñador, y trató de centrarse en su pastel de queso ricotta con espinacas. Pero aquel chico no dejaba de observarla con intriga, y parecía recargar la intensidad de sus ojos con cada sorbo que le daba a su vaso de café.
Tras un mordisco más a su pastel de hojaldre, Indira juntó sus rodillas y retorció sus pies bajo la mesa, algo desesperada porque ¡él no dejaba de mirarla! Ya era muy incómodo para ella, y no lo aguantó más.
—¿Puedes dejar de mirarme? Siento que no puedo comer así —musitó ella, poniendo la cara de un hámster llorón.
—El día del taller no dejabas de hacerlo, es para que sepas lo que se siente — él respondió seco.
Indira casi se atragantó al escucharlo hablar de nuevo, y no recordó que su voz fuese tan grave.
—Por cierto —continuó él—, ¿cuánto sacamos?
La chica se limpió las manos con una servilleta y se apresuró a buscar en su mochila la hoja, que le entregó con una sonrisa de labios apretados y él asintió, al parecer satisfecho.
—Dieciocho de veinte. Creo que estuvo bien.
—Bastante bien —agregó él y le devolvió la hoja.
—Si cursas arquitectura, ¿por qué solo te he visto en tres clases?
—¿Tres? ¿Me tienes vigilado? —protestó él, un tanto jocoso, e Indira se avergonzó por haber sido tan detallista, ¿pero acaso eso no era lo que la gente normal hacía, saber quiénes eran todos sus compañeros?
—Es que, eres muy vistoso, con el cabello y los... tatuajes —dijo ella, señalando sus brazos y las puntas de sus cabellos—. Te vi en Lenguaje también, casi dormido.
—Ah, sí. También veo Dibujo uno —informó—. Nos vemos.
Eduardo sonrió por compromiso y se levantó de la mesa, dejando sola a la rubiecilla, con suficiente espacio para su comida y su confusión. Ella lo siguió con la vista mientras él cruzaba por las mesas para salir de la feria, y no entendió su comportamiento. Primero con una seriedad que rayaba en la hostilidad, y ahora lo bastante amable como para tener una pequeña conversación sin que ella tuviese deseos de huir. Guardó la hoja y continuó desayunando, hasta que un joven bastante risueño se sentó a su lado y ella por poco se atragantó de nuevo.
—Hola, Margarita, ¿cómo estás? —saludó Viktor.
Indira saludó con la misma amabilidad y se sintió a gusto ante la llegada del profesor, porque a pesar de ser una figura autoritaria, él parecía un estudiante más. Platicaron hasta que ambos terminaron sus alimentos y luego él se despidió, dejándola con una sonrisa y un buen ánimo. Ella miró su celular y se apresuró a correr a su siguiente clase, ya tenía el tiempo justo para llegar sin que la dejaran fuera del salón.
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Dos Corazones
RandomIndira nunca creyó que su vida se vería dividida entre dos corazones. El primero: un caballero, el novio de ensueños que te llevaría al cielo si tan solo se lo insinúas; y el segundo: un rebelde pasional que no teme voltearle el mundo a la chica de...