2-El catire

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Marrón y negro.

Frío y caliente.

Un pequeño torbellino controlado nació en ese tubo de plástico. Un torbellino que el rubio admiraba cada madrugada, justo antes de beber esa mezcla de Coca Cola y café espresso que lo mantendría despierto por las siguientes seis horas.

—¡Nos vemos en la noche, Juan! —se despidió con la mano al aire, mientras sorbía el brebaje de su resistente cooler.

El joven salió de la discoteca y miró tras de sí al escuchar los alaridos de despedida de sus compañeros. Caminó en medio de la penumbra hacia el estacionamiento y dio con el convertible azabache que su madre le había obsequiado hacía años por su cumpleaños número dieciocho.

—Como que le doy despacio hasta la universidad... —se dijo mientras subía al vehículo, ese elegante deportivo que lo había ayudado —y ayudaba— a controlar tantas chicas tontas y fáciles.

Y con toda su calma, como si tuviese todo el tiempo del mundo, condujo por el canal más lento de las avenidas, y obvió a los autobuses que tocaban el claxon con desespero, e ignoró a los motorizados que pasaban amenazadoramente cerca de su carro, porque a él nada lo perturbaba. O casi nada.

El joven llegó a la universidad con el inmenso arco de ladrillos y gigantes letras doradas en su entrada, se identificó con su carné en el escáner y pronto la talanquera le permitió el acceso al campus. Él sabía que despertaba la curiosidad de las personas, no solo de las mujeres. Era muy seguro de sí, y no se cohibía en disfrutar, y al mismo tiempo, ignorar toda la atención que recibía de chicos y chicas. Cada vez que desfilaba con su auto por la calle, robaba miradas y creaba intriga. Con su apariencia intimidante causada por su barba estilo Bandholz, su imponente estatura y su rubio cabello hasta el cuello, consideraba ser el sueño de cualquier chica, en especial de las que quisieran pasar un buen rato sin ningún tipo de compromisos, porque ¿quién querría enredarse con alguien en la mejor edad de su vida? A sus veintitrés años, afirmaba con certeza que haber sido engañado por su expareja fue lo mejor que le pudo ocurrir para salir de esa relación. Y vaya que celebró en muchos lugares, posiciones y con muchas candidatas su particular juicio.

El rubio se hizo notar al poner sus tenis sobre el asfalto, y caminó a paso ligero hacia la feria de comida del recinto. Se regaló un café grande, bien cargado y con poca azúcar, porque ese cuerpo de modelo esculpido por los dioses y trabajado por el hombre debía cuidarse y mantenerse. A nadie le gustaría ver un dj gordo, las chicas no se derretirán por un chico cuyo abdomen no sirva de batea lavarropas. ¡Oh, señor! ¡Qué malo sería para él perder su escultural cuerpo!

Se deleitó la vista con las chicas que lo miraban y le sonreían con picardía, y no dudó en ignorar a las atrevidas que se le acercaban con un meloso Buenos días. Nada de eso le llamaba la atención, porque él no tomaba lo que le ofrecieran, él decidía cuándo, cómo y con quién. Así que cuando su sed de cafeína se vio saciada, se levantó con su morral sobre el hombro y se dirigió a uno de los jardines, donde desplomó sus músculos y se relajó para una siesta de quince minutos.

Pero los minutos pasaron, y el intimidante muchacho seguía rendido sobre el cuidado y verdoso césped, y despertó cuando una entrometida estudiante se acercó y le llamó por el hombro para preguntarle sobre una facultad. El indiferente rubio desestimó la pregunta, miró su reloj y se puso de pie. Se dio cuenta que el sol brillaba más que hacía unos minutos, y que no habían pasado quince, sino más de media hora y por ende, su primera clase ya había comenzado. Sus zancadas fueron cortas y parsimoniosas, displicente ante el hecho de llegar tarde, pero no le preocupaba en absoluto.

Dio con el salón de su clase, y sin siquiera tocar la puerta, entró a sus anchas. El profesor que dictaba la clase lo miró con desagrado y el joven apenas reaccionó con su mentón más elevado que antes, miró hacia los escritorios libres y se sentó en el más cercano, ese que daba junto a la puerta. Dejó caer su mochila y esperó en silencio a que la clase continuara. Ni siquiera le importó de qué era esa clase y tampoco le interesaba mucho, su presencia en esa aula era obligatoria y aquel pensamiento no le hizo gracia.

Dos CorazonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora