XXIII

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¿En serio voy a hacer esto? Mira que no soy supersticiosa y esas cosas, entiendo las tradiciones de cada familia durante la última noche del año. Ya me como las doce uvas a media noche y apunto en una lista doce deseos, uno para cada mes para después quemar el papel con un mechero y dejar que se evapore en el aire.

Pero, ¿unas bragas rojas? Perdón, no me he expresado bien. No son unas bragas, porque las bragas te cubren al menos la mitad del culo, esto es una tanga que siento que se me escurre por todos lados. Miro otra vez el reflejo en el baño y vuelvo a preguntarme qué cojones estoy haciendo. ¿En serio me he puesto la ropa interior roja que Darren me regaló? Eso parece. Me siento un poco idiota.

—¡Brielle Quinn Beckett! ¡Me estoy meando!

Elliana Beckett en su máximo esplendor. Qué bonita la confianza entre madre e hija.

—¡Voy!

Me subo los pantalones de traje negros y mando todo a la mierda. Ya no pienso cambiarme. Salgo del baño y mamá entra corriendo, poniendo el pestillo y todo. Uf, se vienen problemas intestinales... Quizás también porque está nerviosa, puesto que es la primera vez que Andrew celebra el fin de año con nosotras. La señora Dawsey siempre se las arregla para ir a casa de una de sus amigas, donde se ponen al día de todo, beben vino blanco y comparten chisme. Quiero ser ella cuando sea mayor.

Puedo escuchar los pasos enfadados de la señora Wellington retumbar por el techo. Esta mujer no tiene nada mejor que hacer con su vida, a veces me lo hace creer. Así que, por primera vez, soy yo la que sube a quejarse. Solamente nos separan unas pocas escaleras, y con una falsa sonrisa toco a la puerta, que se abre al instante.

—¿Se puede saber qué haces aquí, animal? —suelta de mala gana.

—Lo cierto es que me preguntaba si estaba intentando matar alguna rata —me cruzo de brazos.

—¿Rata?

—Sí —alzo las cejas—. Cómo no para de golpear el suelo creía que podía venir a ayudar a matar lo que sea que esté persiguiendo. Porque sus pasos resuenan por todo el edificio.

—Lo que resuena por todo el edificio son tus gritos —me mira con aire de superioridad.

—Señora, le aconsejaría que por hoy no hiciera acto de presencia con sus quejas diarias. No conseguirá nada, se lo aseguro —argumento—. Y creo que esto va más allá de unos simples grititos.

—Me molestáis, tengo un oído muy fino —se toca las orejas.

—Pues bien que aguanta los petardos que los vecinos de arriba tiran cada año en el tejado.

Se muerde el labio inferior y, enfadada, cierra la puerta con fuerza. Esta mujer solamente vive para quejarse, lo tengo más claro que el agua. Bajo hacia el piso otra vez y me quedo sentada hasta que suena el timbre. Saludo a Andrew al abrir la puerta, viene con un ramo de flores, las favoritas de mamá, las pongo en un jarrón que está en el centro de la mesa. Cuando sus miradas se encuentran, hay un destello, un brillo, en los ojos de mi madre, y definitivamente sé que no estará sola cuando vuelva a la universidad y me alegro por ella, se lo merece.

—Hola, preciosa —le da un beso en la mejilla y mamá se sonroja.

—¿Tienes los doce deseos pensados? —le pregunta pasando por su lado y nos sentamos en la mesa. Esta vez no he cocinado yo, lo hemos pedido todo a un restaurante y mamá ha ido con el coche a recoger la comida.

—¿Doce? —frunce el ceño.

—Claro, uno por cada campanada —intervengo.

—Yo es que nunca he tenido ese tipo de tradiciones. En casa apenas comíamos las uvas, aunque les tenía miedo porque siempre me atragantaba —cuenta Andrew, quien coge de la mano a mamá. Y es un toque tan delicado, tan cariñoso, que por primera vez me pregunto si yo viviré eso algún día. Siempre he fantaseado y esas cosas, pero ¿preguntármelo realmente? No. Pues estoy bien a mi bola. Sin embargo, debe ser bonito sentir eso.

Cállame con besos [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora