6. La Gran Ana

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Después de comer, Frederica, Mel y Boris se dirigieron a buscar la ayuda de las autoridades de Cassiria. El edificio de la policía se levantaba orgulloso en una plaza llena de animación, en donde una panda de críos jugaba a la pelota y en las terrazas de los bares se multiplicaban grupos de personas bebiendo y riendo.

La comisaría se levantaba imponente en medio de la calle, con sus paredes de ladrillo azul celeste y sus ventanas de cristal impecablemente limpias. El edificio de tres pisos, con su tejado a dos aguas y su símbolo de sol sonriente en la fachada, parecía ser el guardián de la ley y el orden en todo el vecindario. Mel puso mala cara, durante todo el camino había intentado persuadir a Frederica de que no iban a conseguir nada yendo a la policía y esta había hecho oídos sordos, sonriendo y negando con la cabeza pelada: ¿Qué perdemos por intentar?

Entraron Frederica y Mel, Boris se había quedado fuera porque no permitían la entrada de perros. En esta ocasión, no había intentado argumentar que no era can, sino familiar y, por lo tanto, podía entrar con total libertad. No, recordaba demasiado bien el golpe de escobazo que le había dado Dagoberto.

La recepción de la comisaría se encontraba dormida, con un mostrador de madera pulida y un par de sillas de plástico roídas por el uso. El tic tac de un reloj de pared era lo único que se escuchaba, junto a los bostezos del recepcionista que luchaba por mantenerse despierto. Un policía con uniforme ajado y manchado de café paseó por delante de las dos mujeres, parándose el tiempo suficiente para tirarse un pedo y luego continuar con su camino. Todo parecía estar en calma, como si la delincuencia hubiera decidido tomarse el día libre.

Frederica y Mel se pusieron delante de la mesa de recepción, el policía de ahí las miró frotándose los ojos como si no pudiera decidirse si eran reales o producto de su imaginación. Frederica se apresuró a explicar el problema que tenían encima: Vorgomoth, y nada más escuchar este nombre algo cambió en el hombre. De pronto, su cuerpo se agitó como si le hubieran dado una descarga eléctrica y se apresuró a agarrar el teléfono, diciéndole a Frederica y Mel:

—¡Esperad un momento! Si queréis hablar de Vorgomoth, no tenéis que hacerlo conmigo.

Frederica, con una sonrisa de oreja a oreja en el rostro, se volvió en dirección a Mel y le dijo con voz entusiasmada:

—¿Ves cómo va a funcionar? Qué poca fe tienes, mujer. Hay que tener un poco de esperanza en los demás, ¿no?

Mel no contestó nada, permanecía taciturna y desconfiada.


TRES MINUTOS MÁS ADELANTE


Frederica y Mel se encontraban en el despacho de la comisaria de Cassiria. Se sentaban en grandes sillas frente a un escritorio con un tamaño abrumador de madera y bien cuidado. Encima, había un caos de carpetas, papeles, documentos y la fotografía enmarcada de una mujer de cabello corto, cabeza redonda y una mirada perdida que junto a una sonrisa llena de tristeza le proporcionaban un aire de melancolía. Quizás lo más curioso de todo los elementos que había sobre el mueble era la estatua de un elefante rosado. 

Detrás del escritorio, se encontraba una mujer de gran tamaño que tenía la particularidad de no ser humana, sino una balura. Ellas son bastante semejantes a las personas, solo diferenciándose en pequeños cambios: su piel recordaba al musgo de los bosques y no solían tener narices largas, de hecho casi era como si no las tuvieran: pequeños y discretos orificios en la nariz, como si las hubieran hecho para ahorrar carne. Si las napias eran casi inexistentes, los ojos eran grandes y de toques gatunos. Además, las formas que sus cuerpos tenían podían acoger formas que para las personas humanas sería imposible: esta balura rebasaba los dos metros de altura y su barriga era prominente y abultada.

Bruja a Domicilio (Finalizada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora