13. Mujeres, flores y pesares

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 —¿Te vas? ¿No quedáramos hoy a comer por ahí? —le preguntó su secretaria.

Felicia ocupaba su propio rincón, justo antes de acceder al despacho de Frederica. Este espacio, contrastaba con la descuidada y abandonada atmósfera del otro lado y reflejaba fielmente su personalidad encantadora. Todo en aquel lugar estaba meticulosamente organizado bajo un orden coqueto y acogedor.

Un cuadro colgaba en la pared, representando la figura juguetona de un gato que parecía cobrar vida con su mirada traviesa. En el escritorio de Felicia, un florero ostentaba un único lirio resplandeciente. Aquel pequeño detalle añadía un toque de color y frescura al entorno, irradiando una sensación de optimismo que era característico de Felicia.

Frederica negó con la cabeza y se colocó su sombrero de ala ancha. En aquellos momentos de su vida, la bruja solía vestir con un sobrio traje de chaqueta, de tono oscuro. Los zapatos de cuero, pulcramente lustrados, llevaban las huellas de muchas caminatas por las calles de Cassiria y, su gabardina, se había convertido en su fiel compañera, a lo largo de mil y una investigaciones. En su corbata y camisa, ahora un tanto arrugados, se encontraba un detalle discreto, un alfiler con forma de sombrero de bruja que se convertía en homenaje al nombre de su negocio. Completaba el atuendo unos guantes de cuero, lo cual la ayudaba a rebuscar entre documentos y todo tipo de objetos sin dejar ni una huella. 

—No, nena. Este es trabajo del importante, así que quiero solucionarlo cuanto antes.

—Está bien, pero me debes una comida, ¿eh? —dijo Felicia.

—Claro, en cuanto pueda lo haremos. Pero primero tengo que resolver este caso —le contestó Frederica, provocando en una secretaria una sonrisa de genuina felicidad —. Oye, si me voy de la ciudad, ¿te vendrías conmigo? 

—¿Te vas a ir? Eso no está bien, con lo bonita que es Cassiria. No deberías irte y me temo que no podría acompañarte. ¿Qué quieres que te diga? Nací en esta ciudad y moriré en esta ciudad —contestó Felicia. 

—Por supuesto.

Frederica caminaba por las calles de la soleada ciudad, tenía en el bolsillo la fotografía de Abdón y era consciente de que la mejor manera de encontrarlo era ir a hablar con Mel. Bien recordaba como, en alguna ocasión, ella le había hablado del héroe como si fuera un amigo de su familia. No le cabía la menor duda: su antigua novia sabría exactamente donde se encontraba el Hijo del Sol. De todas maneras, hacía tres meses que no se veían y su último encuentro había terminado en gritos. 

La ciudad se mostraba colorida y alegre, no obstante, Frederica era incapaz de sentirse de la misma manera. No podía evitarlo: aquella ciudad le hacía recordar a Mel, los momentos felices que había pasado junto a ellas y que finalmente rompieron a base de discusiones. Le costaba reconocerlo, pero era evidente que ellas dos no eran para nada compatibles. La gente reía y sonreía, mientras la bruja solo podía hundirse aún más en la marisma de los recuerdos, ahogándose en los remordimientos y el deseo. A pesar de todo, quería a Mel y, por desgracia, lo aquella relación nunca funcionaría. Por eso mismo, ella quería marcharse de la ciudad para poder olvidar a la mujer de sus sueños, y pesadillas, de una vez por todas. 

Frederica se detuvo frente al cuartel de la policía. Estaba convencida de que allí encontraría información sobre Abdón. Antes de ser conocidos como policías, este grupo era llamado los Hijos del Sol, un gremio de aventureros que se dedicaba a erradicar monstruos de todo tipo. Con el paso de los años, esa función quedó obsoleta y se transformaron en los nuevos agentes de la autoridad, actualizando así su rol en la sociedad.

La bruja entró y ni se paró en recepción, sino que caminó con paso rápido, al tiempo que le decía al recepcionista: 

—Dile a la comisaría que quiero hablar con ella.

Bruja a Domicilio (Finalizada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora