8. Solmareado

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El bus las dejó a las afueras de Solmareado. El pueblo parecía haber sido arrasado por el viento y la arena. Las paredes de adobe de las casas se encontraban derrumbadas y desmoronándose, y las puertas y ventanas estaban rotas o desaparecidas.

Las calles de tierra estaban cubiertas de polvo y arena, y no había ni una sola alma en los alrededores. La quietud era interrumpida solo por el sonido del viento que soplaba, moviendo los escombros y la arena.

El sol brillaba implacablemente, iluminando las ruinas del pueblo y enfatizando la sensación de desolación. La sensación de abandono y olvido era palpable, y el lugar parecía a la vez fascinante y aterrador.

—Oye, Mel. No tienes que venir conmigo, ¿vale? No es tu problema —le dijo Frederica.

—¿Y me lo dices ahora? —preguntó con tono burlón Mel.

—Es que no quiero que te mueras —murmuró la bruja. 

Mel frunció los labios y, al final, la tensión desapareció a través de un largo suspiro.

—Yo tampoco quiero que te mueras, ¿vale? Y no te preocupes por mí, no es la primera vez que me pasa algo así. Cuando tenía diez años me enfrenté junto a mi hermana y más gente a un monstruo bastante poderoso y te digo que dudo de que Vorgomoth sea más fuerte que él. Peleando contra él fue cómo me quemé el brazo, le lancé una bola de fuego gigantesca y salió un poco mal la cosa —dijo y lanzó una carcajada, a pesar de que cuando sucedió le había causado bastante dolor. 

—Esperemos que de esta vez no te quemes nada —comentó Frederica.

—Hoy no vamos a morir, Fredi —contestó Mel y una sonrisa surgió en su rostro —. Yo tengo la suerte del diablo porque, pase lo que pase, siempre salgo con vida.

—¿Eh? —dijo Boris, levantando la cabeza con preocupación —. ¿Y qué sucede con los que te acompañan? ¿La suerte del diablo es contagiosa o...?

—Bueno, la gente se muere fácil —murmuró Mel.

Avanzaron por la calle principal del pueblo abandonado y pronto escucharon un canto bajo. Sintieron como si aquellas vocea que escuchaban las arrastraran por el camino hacia un destino inquietante. Al llegar a la plaza, la sombra de la iglesia abandonada los recibió con su manto de oscuridad y allí, bajo el atormentador calor del sol, cuatro figuras vestidas con túnicas moradas rodeaban un círculo de piedra. En el centro, se encontraba una mano momificada. A su alrededor, cabezas de piedra grotescas yacían con las bocas abiertas, emitiendo un canto macabro y ancestral que los hacía sentir como si hubieran sido atraídos a un lugar más allá del tiempo y del espacio. Frederica, armándose de valor, se acercó a las figuras y, con una voz clara, dijo:

—Ya hemos llegado.

La primera de las figuras se despojó de sus ropajes, desvelando el cuerpo de fuerte hombre coronado por la cabeza de la profesora. A lo largo del cuello, se le venían las marcas de unas cicatrices que apenas habían empezado a curar. Una gran sonrisa amable surgió en su rostro, como si se tratase de una persona que se encuentra con sus amigos de la infancia después de décadas y décadas de no verse.

—¡Llegáis justo a tiempo! ¡Vorgomoth llegará en nada! No te preocupes, estoy segura de que sí te arrepientes de verdad del grave pecado de tus antepasados, ella te perdonará —comentó y no había en su voz absolutamente nada de sarcasmo ni mala fe, sino que parecía estar hablando en serio.

—¿Qué tengo que ver yo con lo que hicieron ellos? —contestó la bruja.

El segundo de los encapuchados se despojó de su túnica y, cosa que no fue sorprendente ni para Frederica ni para Mel, resultó que era la Gran Ana. La principal pista era que su cuerpo era bastante grande. Además, por la conversación que habían tenido en la comisaría, era evidente que ella iba a estar sí o sí.

—Si tú no te arrepientes de tu crimen, vas a saborear toda la fuerza de la justicia, bruja. Aunque no sé, puede que aunque lo hagas ya sea demasiado tarde. ¡Mala suerte, debiste haber elegido nacer en otra familia! —dijo la balura, mientras se encendía un puro.

—¿Cómo puede ser un crimen lo que hicieron? ¡Él era un monstruo, tomó el control de mi isla y pretendía usar a la gente para conquistar el resto del Archipiélago de las Mil Islas! —dijo Frederica, sudaba y no era solo por el calor asfixiante de aquel lugar.

La tercera figura resultó una sorpresa: ¡Se trataba del heladero Boris! Quién lucía una bonita sonrisa que nada hacía pensar que se trataba de un alocado loco que intentaba traer al mundo a un monstruo siniestro. Al verlo, Boris lanzó un ladrido lleno de satisfacción y dijo:

—¡Lo sabía! ¡Sabía que tú tenías que ser malo a la fuerza, lo sabía desde el principio! ¡¿No te lo dije, Mel?! ¡¿No te lo dije la otra noche cuando veíamos a Baldomero que era malo de verdad, eh?!

Mel se encogió de hombros y Boris, el humano, habló:

—¿Malo yo? No, no lo soy, Boris, el perro. Al contrario, creo que es bueno traer a Vorgomoth al mundo. Frederica, tú ignoras muchas cosas sobre nuestra amada ángel. De hecho, ¿sabes que ese no es su verdadero nombre? Hasta el momento, estamos utilizando el falso para no romper la sorpresa, pero en seguida lo descubrirás —dijo el bello hombre, guiándole seductoramente un ojo a Frederica.

En condiciones normales, la bruja se había sentido halagada y posiblemente hubiera correspondido a los intentos de ligue del rubio. No obstante, en aquellos momentos solo había una persona que le interesase a ese respeto. Además, hay que tener en cuenta de que no era ni el momento ni el lugar para el romance ni el amor, ya que estaba a punto de enfrentarse al archienemigo de su familia desde hacía generaciones. 

Frederica Miró a la cuarta figura, la cual todavía permanecía encapuchada, y una sonrisa surgió en su rostro, adivinando al momento de quién se trataba. Con un gesto triunfante, se pasó la mano por la calva cabeza. 

 —Gale. ¿Quién va a ser sino? Ya me parecía demasiada causalidad que fueras tú él que me encontró en medio del desierto. Desde el principio todos vosotros me estuvisteis controlando, ¿no? Por eso me enviaste a la escuela de la Profesora, para que me encontrase con ella. ¡Muestra ahora mismo tu cara de rata, Gale! ¡Sinvergüenza, que eres un sinvergüenza! 

Entonces, con movimientos lentos, la cuarta figura se quitó la capucha dejando a la vista una cabeza redonda, con pelo solo detrás de la oreja, un bigote y ese tipo de caras las cuales se pueden describir perfectamente como "de señor".

—Siento decepcionarte, no soy Gale. Me llamo Mariano. ¿Qué tal estamos? —preguntó, pasándose un pañuelo por la frente.

Ante tales palabras, Frederica no supe que contestar, y no hizo falta que lo hiciera porque de pronto la magia del ritual se activó: la mano reseca aumentó de tamaño y recuperó la vitalidad, haciendo que las innumerables grietas que cubrían su piel desaparecieran. En nada, salió despedida al cielo y, a cada segundo que pasaba, más grande y grande se hacía.

—¿Qué fue eso? —preguntó Mel.

Una sonrisa amable surgió en el rostro de la Profesora y, tal y como si estuviera hablando con alumnos de primaria, explicó:

—Es una magia que creamos los cuatro. Una magia originada específicamente para atraer a Vorgomoth. ¡En nada, ella estará entre nosotros! Frederica, ya puedes empezar a pensar en cómo te vas a disculpar, ¿vale? Sea como sea, tú me caes bien y desearía que salieras de aquí con vida, ¿vale?

—¿Puedes callarte la boca? —gruñó la bruja.

El silencio sopló a través del pueblo abandonado. La Gran Ana se encendió otro puro mientras Boris, el humano, se miraba en un espejo y, con la mano libre, se peinaba. Mariano se había sacado de algún lado un libro de bolsillo titulado La Montaña Azul y leía, con moderado interés. Por último, la Profesora practicaba canto gregoriano, lo cual irritaba a Frederica, la cual tenía la idea que lo hacía expresamente para molestarla a ella. Por último, Boris se rascaba una oreja y Mel también miraba el cielo, expectante por ver qué caía del cielo.

—¿Cuánto tiempo va a tardar en llegar? —preguntó la maga. 

—¿Una hora, dos? No estoy segura —contestó la Profesora. 


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Bruja a Domicilio (Finalizada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora