《Epílogo》

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Desde que ella se fue con mi corazón entre sus manos, decidí que todo iba a cambiar. El mundo que me rodeaba y yo. Esa era una de las condiciones que había impuesto el alma: sanar las heridas para poder querernos sin tiritas de por medio, sin tapujos ni excusas. Y, desde luego, no fue una tarea sencilla.

Tras su marcha, los chanchullos de Dabi fueron descubiertos y tuvo que huir del país, no sin antes llevarse con él dinero suficiente como para vivir cómodamente el resto de su vida. Aunque, a mi gusto, no había recibido lo que merecía, me alegré de saber que no tendría que verlo más. Como era de esperar, tampoco me pagó, y aunque no hubiese hecho, no podría haber aceptado ese dinero. Quien sí me dio una buena cantidad, fue el señor Midoriya, y entre eso y lo que había ahorrado a lo largo de los años por los trabajos realizados, decidí utilizarlos para una buena acción.

Un par de meses después de aquel jaleo tuve una seria conversación con mis hermanos y les comenté mi idea de ayudar a papá a reavivar su negocio de abogacía, siempre y cuando aceptase a repartir las ganancias a partes iguales con sus tres hijos. Tras un par de semanas, la propuesta fue dejada sobre la mesa, y mi padre no tardó mucho en aceptar las condiciones. Y aunque mis hermanos juran que no es cosa de ellos, sé que presionaron a papá para que me pidiese perdón, pues de nada servía que él lo sintiese si no se disculpaba como era debido.

Podría decirse que las cosas en mi familia se estabilizaron, volvíamos a dirigirnos la palabra y quedábamos para comer todos juntos por lo menos dos veces por semana, mamá incluida.

Sin embargo, yo sentía un enorme vacío en el corazón, justo allí donde ella había hecho las maletas para irse, sin fecha de vuelta. Ese hueco crecía y crecía, y por mucho que me acostumbrase a ese espacio en blanco, no dejaba de doler, de hacerse notar, de recordar que aún no estaba completo. Y quién sabe, quizás nunca lo esté.

También tuve noticias de Momo. Gracias a la caída de Dabi, salió del mundo oscuro de la noche y comenzó a seguir sus sueños, entre los que yo ya no me encontraba. O por lo menos no amorosamente, porque algo que puedo afirmar es que no tengo amiga más leal.

En cuanto a Katsuki, decidió tener un breve contacto conmigo porque yo se lo pedí, y de vez en cuando me contaba cómo le iban las cosas a Izuku, qué tal estaba y si regresaría pronto. La respuesta era siempre la misma: solo tiene claro que todavía no.

Durante siete años, Izuku ha permanecido fuera de Japón, siendo sus padres y amigos quienes la iban a visitar a ella y no a la inversa.

Pero el tiempo avanza, y yo con él. Poco a poco fui tomando pequeñas decisiones que cambiaron mi vida. Una de ellas, tomada unos años después de su partida, fue empezar a escribirle cartas. Nunca esperaba respuesta, y así se lo hacía saber, pero me gustaba pensar que las leía con el mismo entusiasmo con el que yo las escribía, que sonreía cuando contaba algo interesante, que se sorprendía al ver llegar regularmente un sobre blanco con mi nombre escrito en él.

Siempre pensaba en ella, no había día en que no lo hiciera. Lo que sentía no disminuía y cada vez que le enviaba una carta parecía aumentar. Tras año y medio enviando cartas sin respuesta, sobres suyos comenzaron a llegar. Al principio no me lo podía creer, no podía concebir que me estuviese contestando. Pero así era. Y yo las releía cientos de veces, imaginando con qué expresión las estaría escribiendo, si estaría nerviosa, si habría arrugado mil veces la primera como había hecho yo.

El caso es que teníamos noticias el uno del otro a diario, relatos banales como dos viejos amigos, sin dejar entrever los verdaderos sentimientos.

Un día, en una de sus cartas, exageró sus bromas preguntándome si la reconocería al verla de nuevo, pues al parecer estaba muy cambiada. Siguiéndole la gracia, le contesté que no, que no estaba seguro de poder identificarla entre un buen grupo de personas.

El Brillo De Tus Ojos | ᵀᴼᴰᴼᴰᴱᴷᵁ-ᶠᴱᴹDonde viven las historias. Descúbrelo ahora