Capítulo 29

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Me quedo paralizada, mirando la pantalla en negro del teléfono fijamente como si fuera a aparecer un mensaje que me indique que era una broma de mal gusto al final del vídeo, pero no ocurre.

Apenas puedo pensar con claridad y noto que empiezan a sudarme las palmas de las manos al tiempo que mi respiración se agita, volviéndose más fuerte y pesada cada segundo que paso sin hacer nada.

Corro por la terminal hasta salir al exterior, móvil en mano e ignorando los gritos de los miembros de la Rosa Negra, que no entienden lo que está ocurriendo para que salga corriendo de forma tan repentina. Pero no puedo pararme ahora. Estoy a medio camino de la salida cuando Morales se digne en coger el teléfono.

—Esto es algo entre tú y yo Martín. —digo en cuanto escucho su respiración.

—Pero resulta que la única forma de que me prestes atención es hiriendo a los tuyos, preciosa.

—Como se te ocurra tocarles un solo pelo... —empiezo a amenazarle, a punto de dejarme cegar por la ira.

Me subo en el primer taxi que veo cerca de los que hay aparcados a las puertas del aeropuerto y me da tiempo a darle indicaciones para ir al hotel donde nos hemos alojado esta noche.

—¿Qué harás Nora? —Me provoca Morales, aún al teléfono—. ¿Qué se te ocurre hacer si prendo fuego la bonita casa de tu infancia con ellos dentro?

—¿Pero es que estás mal de la cabeza?

—Nunca he estado cuerdo. —admite riendo de una forma sádica y llena de crueldad—. Se te acaba el tiempo, preciosa.

Y sin una palabra más, antes de que pueda replicar, cuelga. Intento llamarle de nuevo, pero no contesta. Mis nervios aumentan por momentos al saber que mis padres, a los que llevo casi cinco años sin ver, están en peligro porque he cometido un error y me he dejado encontrar.

—¿Se encuentra bien señorita? —pregunta el taxista con un atisbo de preocupación.

—Sí, nada importante, es que estaba a punto de hacer un viaje muy importante para mí, ¿sabe? —respondo sin entrar en detalles—. Pero a veces, hay cosas más urgentes que atender primero.

—¿Su marido? —curiosea.

—No, mi padre. Se ha dejado el gas encendido y las llaves dentro de casa. No puede entrar.

—Nos daremos prisa entonces.

Le devuelvo la sonrisa tranquilizadora que me regala a través del retrovisor interior, aunque más por cortesía que porque realmente logre calmarme ni lo más mínimo. Agradezco seguir llevando al menos la mochila encima, solo me faltaba haberme ido de nuevo con las manos vacías.

El taxista no tarda mucho en llegar al hotel. Me quedo de pie, haciendo que miro el teléfono hasta que se marcha y rompo la ventanilla del primer coche que me encuentro. La alarma salta y me apresuro a puentearlo antes de que alguien pueda frustrar mis planes. Debo llegar lo antes posible a Cleveland.

No dudo en acelerar y serpenteo por Orlando hasta que por fin salgo a la autopista, donde piso a fondo el acelerador y voy a la máxima velocidad que el Ford me permite, aunque no me parece lo suficientemente rápido cuando mis padres pueden estar siendo asesinados o torturados, conociendo la retorcida mente de Morales. Golpeo el volante por la desesperación y la impotencia que me genera estar tan lejos de mi casa, debí haber ido a verlos antes de marcharme de Estados Unidos como había planeado. No tendría que haberme dejado llevar por mis sentimientos, complicándome la vida al decidir irme con la Rosa Negra. Pero ahora ya no hay vuelta atrás.

Una llamada entrante me sobresalta durante el camino. Tanteo el asiento libre hasta que encuentro el teléfono y descuelgo, pensando que es Morales quien se digna en llamar nuevamente.

Rey de ladronesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora