Confesiones

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Lisi lanzaba miradas constantemente a Amaya y, cuando no lo hacía, comprobaba que el puñal seguía en su bota. Al principio de la tarde, lo había depositado en su regazo, pero era incómodo con el movimiento, así que poco después recordó dónde guardaba Vic sus armas pequeñas y lo imitó. Aunque no era un lugar al que se podía llegar de forma discreta, al menos no lo perdería fácilmente. Aún no podía creer que la curandera la hubiera obsequiado con un arma suya porque, a pesar de que poco a poco se abría a ellos, bromear no los hacía amigos, confidentes. Por su mente nunca habría pasado que Amaya sintiera aprecio por ella, pero el frío acero que rozaba su piel era prueba de la veracidad de sus palabras. También pensó en los gigantes, lo diferentes que eran a los monstruos que describían las historias. ¿Cómo podía haber tantas mentiras en unos documentos oficiales? ¿Eran conscientes de ello los encargados de reproducir el conocimiento? O, peor todavía, ¿eran ellos los culpables de difundir tantas patrañas?

«Cuando vuelva, se hará justicia y todo volverá a su orden original», le prometió Amalur la noche anterior a emprender el viaje. Le explicó que para conseguirlo, tenía que hacerse con la Matrona y, una vez se hiciera con ella, le comunicaría el siguiente paso. También le recordó la importancia de mantener en secreto el objetivo final de su misión: liberarla. La imagen de la diosa comprensiva, preocupada por las guerras que se libraban en nombre de los dioses que la encarcelaron, no encajaba con la historia de Amaya; la Amalur que la había visitado a lo largo de su vida no podía ser tan cruel. Habían mentido a la curandera, Lisi no tenía ninguna duda de ello.

Rigo le contaba por enésima vez a Amaya cómo se había hecho con la cena de esa noche, la puntería del chico mejoraba con cada repetición. En un momento dado entre el final e inicio de la historia, le comentó a la bruja que era una pena que no hubiera estado allí y que no se pudo hacer con un jabalí por del grito del gigante, que había asustado al animal. Vic hacía un ruido extraño cuando el adolescente volvía a empezar, a la curandera su frustración de divertía y en más de una ocasión había tenido que morderse el labio para esconder la sonrisa que toda esa escena le provocaba.

―Chico, creo que Amaya ya ha comprendido la proeza que has realizado. ―La aludida se tapó la boca en un intento de no romper a reír, Rigo frunció el ceño―. ¿Por qué no le cuentas mejor cómo ayudaste a... Lisi a asaltar la alacena?

―Esa historia ya la he oído ―susurró la joven al escolta.

―Seguro que menos veces ―gruñó Vic.

―Os escucho, eh.

Vic soltó una palabrota, el adolescente hizo un mohín y giró la cara. «Un niño», pensaron a la vez él y Amaya. Se miraron como si comprendieran lo que pasaba por la mente del otro; Rigo podía ser considerado un hombre por su edad y aunque su manejo de la espada era aceptable, no había alcanzado la madurez de un adulto. Se comportaba más como un niño que un joven. No obstante, el enfado se le pasó pronto y a los pocos minutos entretuvo de nuevo a Amaya con más historias de escapadas, bromas y castigos.

De anécdota en anécdota, Eguzki comenzó a despedirse en el firmamento y decidieron que lo mejor era detenerse antes de llegar a Miramello. Si todo iba bien y se despertaban temprano, al día siguiente a última hora estarían en la tierra que antes fue de Astarté.

Lisi y Vic se encargaron de montar las tiendas mientras el adolescente y la curandera cuidaban de los caballos, les daban agua y los acariciaban. Los habían amarrado a distintos árboles con cuerda suficiente para que se pudieran mover sin sentirse restringidos. Rigo sacó una manzana de su bolsa y la partió, le dio un trozo a cada uno. Todos menos el de Vic se lo agradecieron con un relincho. Amaya se dividía entre acariciar a Mort y el caballo de la princesa, un ejemplar de color blanco que llamaba la atención allá donde fueran. De ahí que la curandera tuviera que lanzarle a él también un hechizo para camuflar su apariencia, Lisi se había negado a dejarlo y cambiarlo. Conquête llevaba años con ella y seguiría con ella, había dicho con más seguridad de la que le había conocido Amaya, así que para los ojos de los demás el hermoso caballo blanco lucía un tono marrón común.

La heredera de AmalurDonde viven las historias. Descúbrelo ahora